A esta altura de los acontecimientos, lo más probable es que el film sólo interese a los ya convencidos. Es cierto que, a medida que pasan los años y se multiplican las ediciones en DVD (o los lectores de las novelas), para la última película (recordemos que a un sabio del marketing se le ocurrió partir esta aventura en dos) habrá una cantidad enorme. Pero a diferencia de los dos últimos films de la saga, donde todo tenía un aire de film “Clase B” hecho con lujo, velocidad y precisión, aquí volvieron las pretensiones y esa cosa llamada “oscuridad”, que no es más que engolamiento. Y estiramiento: si el último tomo de las novelas es más “largo” es porque suma elementos decorativos, derivativos y descriptivos. En el cine, todas cosas que se resuelven instantáneamente confiando en las imágenes, algo que aquí no pasa. La historia del enfrentamiento final entre Harry y Voldemort, la lucha entre los jóvenes aliados del chico de anteojos y los villanísimos asesinos del Señor Oscuro es, más allá del maquillaje y los vericuetos de la trama, elemental. Lo que no sería malo (“La Ilíada” es elemental en este sentido) si no fuera porque en lugar de asumir la diversión que ello implica, a alguien se le ocurrió inyectarle el virus de la (falsa) importancia. Así, la pregunta es para qué esperar seis meses para saber cómo el bueno acaba con el malo (no es sorpresa, después de once años de películas es lo menos que se puede esperar) cuando lo que se ve en este megaprólogo no es más que imágenes decorativas y subsidiarias de un libro. Cine, más bien poco.