Toda la tensión emocional, el tono épico y la espectacularidad estética que los espectadores necesitaban y merecían
El cartel de "The End" que figura en el cierre de esta octava película de la saga significa bastante más que en otros casos: es el punto final a uno de los fenómenos (primero literario y luego cinematográfico) más importantes de la última década y media. Pasaron diez años desde la primera película y aquellos niños que eran Harry Potter (Daniel Radcliffe), Ron Weasley (Rupert Grint) y Hermione Granger (Emma Watson) se convirtieron en jóvenes capaces de luchar contra las fuerzas más oscuras de la magia y, en el transcurso, de convertirse en emblemas, iconos, ídolos para más de una generación de fans al reflejar como pocos esa etapa tan contradictoria, llena de inseguridades, miedos y códigos de lealtad e identificación, como el de la adolescencia.
Así como la séptima entrega (primera parte de Las reliquias de la muerte ) había dejado una sensación agridulce con una narración demasiado lenta y estirada, esta película final concentra toda la tensión emocional, el tono épico y la espectacularidad estética que los espectadores necesitaban y merecían luego de haber dejado 6000 millones de dólares en las boleterías.
Este octavo film es, además, una reivindicación para ese inteligente guionista que es Steve Kloves (pieza clave en el éxito de las transposiciones a la gran pantalla) y, sobre todo, para un director surgido de la televisión inglesa como David Yates, que había dejado algunas dudas respecto de su solidez como narrador en las tres entregas anteriores, pero que aquí consigue un film que, en muchos sentidos (y gracias a las generosas posibilidades artísticas que hoy la tecnología le regala al cine), resulta incluso más convincente e impactante que las palabras impresas de la escritora J. K. Rowling.
No todo en este último film funciona a la perfección: sobran imágenes y diálogos que una y otra vez (sobre) explican hasta el último detalle, quizás ante el miedo de desilusionar a algún espectador; ciertos personajes no alcanzan el desarrollo que los notables actores que los interpretan merecerían; y el poco creíble maquillaje "envejecedor" de la secuencia final resulta ridículo a la hora de mostrar a los protagonistas en sus nuevos roles paternos (salvo que la magia logre rejuvenecerlos). Sin embargo, hay tantas grandes secuencias -y no sólo la batalla final entre los seguidores de Harry y de Voldemort (Ralph Fiennes) en el castillo de Hogwarts-, tanta potencia visual y dramática, que todos esos reparos terminan siendo insignificantes ante la fuerza demoledora de un final que los productores aplazaron lo más que pudieron y que los lectores/espectadores aguardaban con tanta ansiedad, por más que -claro- con la llegada de los créditos finales se les piante más de un lagrimón. Preparen los pañuelos.