La entrega final con tres finales
La última entrega de la saga culmina con un repaso general de lo visto, desfile y saludo del elenco completo y el zoológico fantástico con todas sus especies, pero casi nada del orden de la emoción o de la aventura humana.
Notas, entrevistas, declaraciones, expectativa, avances, concursos, presupuestos millonarios, 3D, colas frente a los cines, funciones especiales, fans disfrazados, anuncios de posibles records de boletería, presentaciones en programas de televisión, “filtraciones” sobre desbarranques de sus conflictuadas estrellas adolescentes, premières en las principales capitales del mundo, la última parte dividida en dos, como forma de subrayar el carácter de “acontecimiento especial”. OK, ya sabemos que es así. Pero llega un punto en que se apagan las luces, el batifondo mediático-propagandístico se desvanece y quedan sólo el espectador y la película, como en un duelo del Oeste. Allí resulta que Harry Potter no termina con un estallido ni un quejido, sino con un repaso general de lo visto, desfile y saludo del elenco completo, el zoológico fantástico con todas sus especies, la suma de todos los efectos especiales utilizados a lo largo de la serie, la develación del origen de todos los misterios y... ¿algo del orden de la emoción, de la aventura humana, de la generación de empatía entre el que está sentado en la butaca y los que batallan allá arriba, en la gigantesca pantalla? Sí, unos minutitos sobre el final, breves, huidizos fragmentos de verdad robados a la parafernalia general. En líneas generales, Harry Potter termina como fue: grandota, hierática, maquinal, un concurso de varitazos con escasa magia.
De algún modo parecen haber percibido la señora Rowling y la gente de la Warner esta oposición entre gigantismo y vacío, haciendo que en esta segunda parte de la séptima parte (diría Groucho) todo –el mundo, el poder, los destinos de la gente, la vida y la muerte– dependa de la posesión de una varilla que hasta un niño puede partir con las manos, como maderita para un asado. La varilla es una varita, la varita es de saúco y ella es una de las reliquias cuya posesión persiguen, en HP7(2), Harry, Ron y Hermione, por un lado, y Lord Voldemort, por otro. Como se trata de sumar en lugar de concentrar, no es uno sino tres los objetos mágicos en juego, esas reliquias de la muerte que los héroes y el villano vienen maliciando desde la primera parte de esta séptima parte. Y son dos, parecería, los objetos que dan poder: uno la varita, otro una espada mágica. Además, mientras se buscan las reliquias de la muerte se persigue también al último de los horocruxes, seres que dan inmortalidad a Voldemort.
Como contagiada del síndrome Transformers, HP7(2) –escrita una vez más por Steve Kloves, dirigida una vez más por David Yates– suma, multiplica y hace proliferar, sumiendo el relato en el ruido y la indiscriminación. Hay goblins, horocruxes, trolls, dragones albinos, fantasmas, conjuros, intrigas en Hogwarts y secretos y conspiraciones en el pasado de Harry, copas mágicas, el habitual desfile de venerables de la escena británica (John Hurt, Maggie Smith, Jim Broadbent, Gemma Jones, Julie Walters, Gary Oldman, Emma Thompson et al), los dos únicos venerables que logran que su presencia tenga algún peso mayor que el hola y adiós (Michael Gambon y, sobre todo, el genial Alan Rickman, que a lo largo de la serie logró crearse una serie aparte), esa fláccida representación del mal absoluto que es el desnariguetado Voldemort de Ralph Fiennes, muchos magos usando sus varitas como estrellitas de Navidad, muchos efectos especiales que no producen ningún efecto en especial, una invasión de arañas gigantes que dura un solo plano, de segundos apenas, una batalla culminante que por mucho que dure no es culminante, porque momentos culminantes parecen todos y no es ninguno, y un duelo final a puro conjuro entre Harry y Tom (nombre de pila de Voldemort), que parece una versión en latín de Titanes en el ring.
Hay, finalmente, un falso final, un segundo falso final que debió haber sido el final-final (si los productores se animaran a terminar con un plano en el que los héroes quedan reducidos a una simple y conmovedora condición de chicos desolados), y un final-final que es un epílogo, destinado a subrayar, diecinueve años más tarde, la continuidad, preservación y reproducción de una tradición. ¿La tradición de la realeza británica? No, pero sí una casi tan conservadora como ésa: la de los privilegiados que van a Hogwarts y usan sus poderes, mientras que a los muggles de este lado no nos queda más remedio que pagar por sus remotas peripecias. Peripecias que –la señora Rowling y la Warner han dejado sembrado el terreno para que ello sucedan– continuarán con una nueva serie de novelas y películas. Serie que tal vez se llame Hogwarts, The New Generation, Hijos de Potter o Magical Mystery Trout.