La decisión –puro fin de lucro– de cortar en dos el último volumen de la serie Harry Potter para hacer dos películas, se muestra definitivamente inadecuada en este epílogo de un epílogo. Que comete dos o tres errores fundamentales. El primero, que no vive por sí mismo: quien no haya visto al menos los últimos cuatro films de la serie, pasará demasiado tiempo preguntándose “qué es eso de la varita de saúco”, etcétera (hasta que se dé cuenta de que no tiene importancia); el segundo, que hay demasiadas “soluciones ad hoc” (“bueno, entonces ahora que pasa esto, para revertirlo/explicarlo hacemos así y listo”) que no surgen del libre juego de los elementos del film. Y el tercero, que todo se reduce a una pelea entre buenos y malos que, llegado el punto, deja de interesar. Es cierto: muchísimas películas son una pelea entre buenos y malos: nos interesan porque lo que nos importan son las criaturas que vemos en la pantalla y no las vueltas de tuerca del guión o la parafernalia técnica que ya no asombra por sí misma. El caso es que al pobre Harry Potter no se le cree el sufrimiento, ni la alegría, ni nada: se ha disuelto a tal punto el talento de sus actores (basta ver “El prisionero de Azkabán”, gran film de Alfonso Cuarón, para entender lo que decimos) en un guión pesado que solo queremos que termine. Pura ilustración de texto al servicio del exhibicionismo tecnológico. El costado humano se fue hace ya demasiado tiempo y la magia se redujo a un truco de cartas hecho con computadoras.