El épico final de la saga se produce cuando la batalla entre las fuerzas del mal y el bien en el mundo de la magia deriven en una guerra sin proporciones. Las apuestas nunca estuvieron tan altas y nadie está a salvo.
Es imposible obviar la importancia que la saga de Harry Potter ha tenido, y tiene, a nivel mundial. La historia del joven mago y su lucha contra Lord Voldemort se inauguró en papel catorce años atrás, lo que la convirtió en el mayor exponente del conjunto de frases hechas sobre el crecimiento. Crecer con una canción, con un artista infantil, con un dibujito animado, son cosas que se suelen decir, aunque generalmente sólo acompañen alguna etapa. La continuidad que la sucesión de libros ofrece, permitió vislumbrar esta idea de maduración en simultáneo, sin embargo fue el paso al cine lo que realmente provocó el efecto. La ficción se volvió real, los jóvenes magos finalmente tenían rostro y, al ser debutantes, el vínculo que los unió con los personajes se hizo irrompible. Uno no puede más que sentirse identificado entonces con esta noción de “se creció junto a Harry Potter”, si año tras año se vio a Daniel Radcliffe crecer a la par. Pero “todo termina”.
Y si la saga tuvo una doble apertura, en libro y en cine, el cierre para ser definitivo tuvo que hacerse en ambos medios. No importa que la literatura haya visto el fin de la historia en el 2007, para que el fin sea tal, la película debió ser completada. No hay que perder de vista que Harry Potter es la franquicia cinematográfica más exitosa de la historia, pero que sin embargo los siete huevos de la gallina de oro no fueron suficientes y se exigió un octavo. Si había algo que criticarle a la primera parte de Harry Potter and the Deathly Hallows era que básicamente no ocurría nada. Si hay algo que criticarle a la segunda, es que pasa todo, y todo es mucho.
En las primeras películas se buscaba sintetizar, y así se podía seguir la historia aún cuando no se hubieran leído los libros. En esta adaptación por partida doble no se lo quiso hacer, y el resultado es un compendio de escenas de acción y de situaciones clave tratadas tan a la ligera que cuesta seguirle el ritmo aun habiendo leído el libro al momento de su salida. La séptima publicación está bien lograda, con la acción dosificada a lo largo de sus numerosas páginas, constituyendo un final digno para la saga. Distribuir los acontecimientos entre las dos partes hubiera resultado en mejores películas, al no hacerlo así, todo pierde sustancia, incluso el ansiado combate final carece de la espectacularidad que uno aguardaría tras una década de espera.
Si bien se destaca en las muy buenas escenas de acción, los efectos visuales, un buen uso del 3D y buenas dosis de sentido del humor, aunque un tanto inocentes y esperables, los puntos más logrados son los dos en los que por primera vez se pisa la pelota y se detiene el juego. Dos momentos determinantes del libro y de toda la historia que merecían un cuidado manejo y así lo recibieron. Por un lado el encuentro en el cuarto blanco con Albus Dumbledore, y por el otro la mirada al pensadero de Snape, este último llevando el nivel de emotividad a uno de los puntos más altos de las ocho películas y autorizando a Alan Rickman a demostrar una versatilidad actoral que la franquicia, hasta ahora, no le había permitido. Por el contrario son muchos los personajes que sufren el recorte, a excepción de Neville Longbotton, quien en la primera parte tuvo sólo una línea y en la segunda goza de una notoria sobreexposición. La carencia de dramatismo con la que se trata la muerte de compañeros y familiares con destacados roles en los filmes anteriores, la fría ausencia de diálogos de aquellos que acompañaron la historia desde sus comienzos, son el alto precio a pagar por no haber hecho lo que correspondía desde la Parte 1. Porque como bien señala la premisa todo terminó… pero a las apuradas.