La historia de Snape, la película de Rickman
La saga de Harry Potter es interesante de analizar, porque la variedad de realizadores que tuvo la fue sometiendo a una buena cantidad de fluctuaciones. Además, el material de base iba presentando unos cuantos quiebres en lo formal y temático.
Chris Columbus poco comprendió lo que tenía entre manos en La Piedra Filosofal y La Cámara Secreta. Los dos libros podrían haber sido analizados como obras menores, pero poseían un plus por cómo se constituían en historias de autodescubrimiento. Harry era un chico que creía ser intrascendente, defectuoso, sin nada para ofrecer, sin nadie a quién recurrir, hasta que le revelan que es mucho más de lo que parece, que no está nada mal en él, que tiene la capacidad para lograr grandes cosas. Y junto con eso, irrumpe en su vida la amistad y el cariño incondicional, personificados en Ron y Hermione, además de un referente cuasi ideológico como es Dumbledore. Es ahí donde establecían las novelas un notable vínculo con los públicos de todas las edades: todos dudamos en algún momento de nosotros mismos y nuestras capacidades, y en muchos casos son los seres más cercanos de nuestro entorno los que pueden funcionar como rueda de auxilio. Columbus –quien en algún momento supo escribir el guión de esa obra maestra que era Los Goonies, y hasta dirigir después un filme bastante interesante como I Love You, Beth Cooper, que gira sobre cuestiones similares- no entendió eso. Se quedó con los decorados, el elenco super british, alguna que otra escena de acción vertiginosa, y algunos pasos de comedia donde ya se podía intuir el talento de Rupert Grint (Ron) para el género.
Alfonso Cuarón fue el primero (y quizás el único) que entendió todo lo que tenía a su disposición. El Prisionero de Azkabán explota todo el potencial de la narrativa de J.K. Rowling: una confluencia impecable de las ecuaciones espacio-temporales; efectos especiales al servicio de la trama; misterio y climas inquietantes; relectura del origen (Potter es un pibe que, aventura tras aventura, se va dando cuenta de que él es el que menos se conoce a sí mismo); personajes que en un par de trazos crean toda una mitología (Remus Lupin podría tener su propio filme); diálogos filosos y cargados de ironía (el duelo dialéctico entre Sirius y Snape es tan rico como hilarante). Es un filme joven y maduro, de un realizador joven y maduro.
En El Cáliz de Fuego, Mike Newell captó lo referido a la competencia deportiva y la trama de enredos adolescente. Allí, el relato fluye sin mayores inconvenientes. Pero cuando tiene que asomarse al abismo de horror que abrió Rowling hacia el final de esta cuarta entrega, fracasa casi por completo: la reaparición de ese villano temible que es Lord Voldemort, una presencia en off hasta ese momento, que resurge a base de sangre y fuego en la pieza literaria, es en la adaptación cinematográfica una anécdota menor.
David Yates tuvo la pericia para imprimirle a La Orden del Fénix, El Misterio del Príncipe y Las Reliquias de la Muerte un tono y pulso realistas, donde lo mágico cedió bastante terreno frente a lo urbano o agreste, recurriendo en muchos casos a la cámara en mano y un montaje casi a hachazos. También tuvo el tino en ocasiones de parar la pelota y permitirse pausas en lo que se estaba contando. Su gran deficiencia pasó por las secuencias donde tenía tirar la casa por la ventana. Salvo contadas excepciones –el duelo de titanes entre Dumbledore y Voldemort-, más que filmar las escenas de acción, las administró.
Pero en Harry Potter y las Reliquias de la Muerte Parte 2, desde el primer plano, donde vemos a Snape observando desde lo alto todo Hogwarts, el director exhibe su mayor acierto. Así como La Guerra de las Galaxias era la historia de Anakin Skywalker, unas cuantas líneas de la serie de Harry Potter podían ser leídas como la historia de ese irritante e irritable Profesor de Pociones. Cuando se concentra en ese personaje ambiguo, temperamental, de conflictiva relación con Harry, el filme adquiere sin dudas su mayor espesor dramático, siendo por momentos casi conmovedor. Es en esta película donde se comprenden gestos, miradas, acciones, rencores y lealtades ocultas; lo que Snape pudo haber sido para Harry y lo que terminó siendo, y viceversa.
En el medio tenemos una gran cantidad de resoluciones. La cinta cierra con mayor destreza incluso que el libro algunas subtramas –incluso las románticas- aunque en otras cuestiones se apura sin justificación, cuando un par de planos o líneas de diálogo más hubieran ayudado a un acabado más prolijo. Y si es cierto que presenta un excelente trabajo plástico vinculado a la tradición gótica (buen aporte del colega Daniel Cholakian), se muestra deshilachada al momento de las escenas de gran impacto, faltando fibra, vigor y ambición.
Aún así, lo que termina prevaleciendo es la sensación de que el eje es el pasado –y consecuente presente- de Severus Snape, aún en detrimento del desarrollo de la historia del joven Dumbledore y sus vínculos familiares, que quedan casi anulados. Podría criticarse esto a Yates, si no fuera porque tenemos a un actor maravilloso en plena forma. Ya había que reconocerle a Alan Rickman que había sabido imprimirle a su personaje una mayor solidez y complejidad que a su versión literaria, casi sin aparentar esfuerzo. Ahora, en este filme, alcanza la cumbre: siempre el gesto justo, el movimiento más pertinente, el tono perfecto, con una naturalidad impresionante. Hace parecer fácil lo difícil y conduce al espectador al lugar y la comprensión indicada. Si el cine británico tuvo antes a Laurence Olivier y ahora a Michael Caine, Peter O´Toole, Ian McKellen, Christopher Lee o Michael Gambon como referentes ineludibles, no estaría mal incluir a Rickman en el seleccionado.
A pesar de sus defectos y desniveles, el final de la saga fílmica de Harry Potter deja una paradójica mezcla de satisfacción y vacío. Para muchos de nosotros, se terminó un pedazo de nuestras vidas. Ahora, sólo el tiempo y la distancia dirán cuán importantes son los filmes y si fueron algo más que una franquicia. Que ya merezcan una revisión, es un primer paso altamente positivo.