En la soledad del océano y a merced de sí mismo
La batalla de un solo hombre consigo mismo. Tema recurrente, que bien vale sobrellevar una y otra vez. El cine es uno de sus mejores exponentes porque ¿dónde plasmar mejor la epifanía supuesta por la gran pantalla? Uno de sus equivalentes es el océano, vastedad sin confines. Por eso, son varios los personajes solitarios que le han atravesado, sumergidos en el cine como escenificación grandiosa, comandados por los capitanes Nemo y Ahab, o James Mason y Gregory Peck.
Entre ellos, la instancia al borde de la soledad de Tom Hanks en Náufrago (a pesar de sus marcas de fábrica publicitarias) o la aventura perseguida por Simbad entre las animaciones de Ray Harryhausen y el Pirata Hidalgo de Burt Lancaster. Hay rasgos de todos ellos en este personaje que Robert Redford compone en All Is Lost, sin mayores referencias para el espectador. Porque nada está más claro que lo necesario: solo, en el mar, con su embarcación averiada, y a ver cómo salir con vida durante los días que siguen.
El inicio es en negro, con su voz que anuncia desde el nudo argumental, vértice del film. Es uno de los pocos momentos donde se escucha a este hombre sin nombre, resuelto en su accionar, con la calma suficiente como para sortear las pruebas. Si el devenir es inevitablemente peligroso, la tormenta marítima también será espejo de nubarrones interiores. Así, Redford compone a un homo faber, fáctico y pragmático, en quien pareciera comenzar la aventura allí cuando el film inicia, con el agua tocando a la puerta de las decisiones más importantes.
No es casual que uno de los primeros gestos de la película sea el de la notebook mojada. Lo que sigue es un desmembramiento progresivo, con este hombre que habrá de recurrir a lo primordial para poder, tal vez, renacer. El planteo, justamente, es similar al de Gravedad, de Alfonso Cuarón. Pero mientras allí una plegaria de autoayuda acudía en beneficio del espacio exterior/interior de Sandra Bullock, en All Is Lost se roza la desazón metafísica, sin mayores explicaciones que la supuesta por un blanco final, desde el cual cerrar e imbricar dramáticamente con el comienzo oscuro.
Habrá lugar para algún grito, también para palabras escritas, cuando la necesidad por dejar un legado no pueda encontrar mejor recurso que el papel (mojado o no, pero duradero). Mientras, este hombre mira los cielos y procura comprender, a la vez que traza cruces sobre un mapa que le oriente.
Al revés de su film primero, El precio de la codicia (2011), donde un grupo de hombres de finanzas elucubraba sobre la debacle de Wall Street de modo abrumador, gélido, sin cine; el realizador J. C. Chandor logra acá despegarse de lo demasiado y apelar a lo justo. El resultado es suficiente. Con ese grande de todos los tiempos que continúa siendo Robert Redford.