Violenta y excesiva, por momentos brillante y en otros al borde del absurdo, la nueva película de Mel Gibson es un impactante y sangriento relato –basado en un caso real– acerca de un hombre (Andrew Garfield) que se alista en el Ejército norteamericano en la Segunda Guerra Mundial pero que, por motivos religiosos, se niega a portar armas.
Mel Gibson es un personaje indescifrable. O inmanejable, no sé. Una “fuerza de la naturaleza”, un psicótico, un tipo talentoso que no conoce de límites, el actor y director se ha convertido a lo largo de estas últimas décadas (antes de volverse director solo parecía ser un actor intenso y con gran timing cómico) en un personaje controvertido, protagonista de incontables despropósitos públicos, desde situaciones de violencia de género hasta su defensa del antisemitismo pasando por manifestaciones homofóbicas, entre otras barbaridades. Pero el talento, muchas veces, no viene en envases perfectamente diseñados y atractivos para el público. A menudo, los artistas más talentosos suelen ser o tipos despreciables con lo que uno no quisiera tener que compartir una mesa o personajes cuyas opiniones acerca del mundo están lejos de ser aceptables.
No suelo hacer este tipo de aclaraciones antes de una crítica, pero no puedo negar que muchos de los comentarios de Gibson a lo largo de la década pasada me parecieron imperdonables, por lo que debo admitir que es un personaje que me resulta bastante despreciable y que no sé si puedo ser del todo imparcial en mi juicio a su obra. Pero lo sorprendente de HASTA EL ULTIMO HOMBRE es que la película logró quebrar mis prejuicios (o, al menos, la mayoría de ellos) y meterme en su potente, violenta y poderosa historia de una manera que solo los cineastas realmente talentosos pueden hacerlo. Y Gibson, nos caiga bien o no, es un realizador de un enorme talento, especialmente en ciertos aspectos del arte cinematográfico.
La película se basa en un caso real que tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial: es la historia de Desmond Doss (Andrew Garfield), un joven que se enlista en el Ejército para ir al frente de batalla. Pero hay un detalle importante: por su fe religiosa (es adventista), a la que llega tras una pelea con su hermano que termina muy mal y una serie de duras situaciones familiares con su padre alcohólico y violento, el hombre se niega a portar armas. Eso lo vuelve un “objetor de conciencia”, algo que le causa todo tipo de problemas en el entrenamiento militar. El Ejército quiere deshacerse de él y hasta le hace un juicio, pero el insistente Doss quiere ir al frente sí o sí –siente que es su deber estar ahí y ayudar como médico–, pero ni sus superiores ni sus compañeros quieren a alguien en el frente que no sepa ni quiera portar un arma. Y sí, hasta los médicos deben portar una y saber usarla, pero él no quiere ni tocarlas.
La primera parte de la película remeda a filmes bélicos de los años ’40, con un estilo un tanto ñoño en lo que respecta a la caracterización de los personajes (especialmente el típico pelotón compuesto por estereotipos étnicos y sociales) y un romance con una enfermera del pueblo que sigue un similar patrón. Solo en las escenas familiares –las de su padre alcohólico, muy bien encarnado por Hugo Weaving– aparecen señales de que la película está hecha hoy: el grado violencia familiar es de una potencia gráfica que de nostálgica tiene poco y nada. Es un golpe de realismo de tono contemporáneo en medio de lo que parece ser un relato en extremo clásico.
La película se divide claramente en dos partes y la segunda transcurre en el campo de batalla, en Okinawa, Japón, donde está el “Hacksaw Ridge” que le da título al filme, una pared montañosa que hay que escalar para, una vez arriba, tomar de manos de los japoneses, que están instalados ahí y van rechazando una y otra vez los intentos de los norteamericanos de ocupar el lugar. Allí es donde se verá si Desmond Doss puede probar si es o no útil pese a su “pacifismo”. Y allí es, también, donde Gibson dejará de lado el clasicisimo a la antigua de la primera parte para convertir a las batallas en una verdadera masacre cinematográfica, con pedazos de cuerpos volando por los aires, sangre y visceras por todas partes y una cámara que se mueve en medio de todo eso como si fuera un soldado más. Comparativamente, RESCATANDO AL SOLDADO RYAN parece una película para niños.
HASTA EL ULTIMO HOMBRE tiene una innegable potencia narrativa, imágenes que se impregnan de forma indeleble (ver la que abre esta nota) y un ritmo trepidante, cada vez más y más intenso hasta volverse casi insoportable sobre su parte final. Siendo ya para entonces una película excesiva en todos sus rubros, Gibson parece desatado con tal de lograr los efectos que desea. Y es así que a una virulenta escena bélica resuelta con una claridad meridiana en cuanto a su configuración espacial –pese a la sensación de caos inmanejable que es la batalla– le sigue otra metáfora religiosa que es igualmente excesiva pero mucho más cruda y básica. De manera similar a lo que sucedía en partes de LA PASION DE CRISTO, da la sensación de que Gibson es un hombre que no tiene pudores en mezclar religión y violencia de formas que por momentos parecen antitéticas entre sí. La suya no es una película antibélica ni la historia de un pacifista, sino un filme pro-bélico que invita a unirse a las batallas hasta a aquellos que odian todo lo relacionado con ellas. Siempre hay formas de ayudar a ganarlas, parece decir.
La película tiene otros problemas, como la casi nula caracterización del pelotón que acompaña a Doss en el entrenamiento y en Okinawa. Salvo por el personaje que encarna Vince Vaughn, casi todos son estereotipos definidos por un par de trazos gruesos. Más complejo es el universo familiar de Doss: el odio que le tiene a su padre, su devoción religiosa y su amor por su madre. Excesiva por donde se la mire (uno por momentos no da crédito a lo que está viendo, especialmente en la última parte) pero con momentos de brillantez cinematográfica que surgen de alguien que sabe bien lo que quiere y cómo conseguirlo, HASTA EL ULTIMO HOMBRE es una película tan atrapante y potente como exasperante y hasta absurda. Es Gibson en estado puro, haciendo algún tipo de penitencia fílmico/emocional sobre sus pecados del pasado. O, quién sabe, acaso queriéndole demostrar a Hollywood que, al menos como cineasta, sigue siendo el mismo que antes y que merece ser vuelto a tener en cuenta.