Un salto de fe y coraje
Sin dudas, la Segunda Guerra Mundial ha sido la madre de todas las guerras. Fue una contienda verdaderamente global, que empezó con la última carga de caballería y terminó con las primeras bombas atómicas. Por eso, es que ha brindado las más diversas perspectivas, incluyendo las más alejadas (aparentemente) del campo de batalla: desde “La lista de Schindler”, de Steven Spielberg; “El pianista”, de Roman Polanski, y “El tren de la vida”, de Radu Mihaileanu (por citar sólo tres miradas sobre la Shoá); “La caída de Oliver Hirschbiegel” (la guerra vista desde el aislado búnker hitleriano); “El código Enigma” (el desciframiento del código usado por Alemania); y sumamos aquí aportes de dos viejos camaradas: “La tumba de las luciérnagas” de Isao Takahata (la tragedia personal de dos huérfanos japoneses) y “El viento se levanta” de Hayao Miyazaki (sobre Jiro Horikoshi, creador del caza Mitsubishi A6M Zero). Quizás porque el campo de batalla estuvo en todas partes.
Dicho lo anterior, no podemos negar que la mayor potencia narrativa quizás esté en el retrato de los combates: en buena medida porque en ese conflicto se actualizó la dinámica de la narrativa bélica, que tuvo como patriarca a un Stephen Crane de 25 años cuando escribió su célebre novela “La roja insignia del coraje”: la historia de un conscripto en la batalla de Chancellorsville, en la guerra civil estadounidense, donde no se ve ni siquiera qué hay del otro lado (desde donde vienen los tiros). Mucha agua ha pasado desde los alemanes silbadores de la serie “Combate”: “Rescatando al soldado Ryan” (Spielberg otra vez), “La delgada línea roja” (Terrence Malick), “Corazones de hierro” de David Ayer y el magistral díptico de Clint Eastwood (“La conquista del honor” y “Cartas de Iwo Jima”) son algunas de las cumbres más recientes en esta narrativa. Viendo el intento de Eastwood sobre la “guerra moderna” (“Francotirador”) vemos el porqué de la fascinación que nos genera aquella vieja contienda.
Al rescate
Y ahí es donde Mel Gibson agarra la silla de director para abordar un guión que a Eastwood, últimamente a la pesca de héroes, le hubiese encantado filmar. Y el buen Mel nos sorprende nuevamente, porque en su corta filmografía cada cinta tiene alguna rareza: “Corazón valiente” se metía con un legendario rebelde escocés; “La pasión de Cristo” pegó un salto al ser hablada en arameo y latín (y por regodearse en el sufrimiento de Jesús), y “Apocalypto” fue una extraña odisea precolombina en lenguas mayas. Acá, el (bastante preconciliar) católico Gibson se engancha en la historia de un adventista del Séptimo Día, quizás por su manera de vivir la fe, o porque le permitió combinar pacifismo y tiros en una sola obra.
La cinta relata la historia de Desmond T. Doss, un adventista (real, murió en 2006), atrapado en una encrucijada: toda su generación se alista para ir a combatir en el Pacífico, pero él, por su fe y una serie de episodios personales que nos serán oportunamente develados, ha decidido abrazar el Sexto Mandamiento a rajatabla: “No matarás”. Nunca, bajo ningún concepto. Así que decidió ir como médico de batalla, pero sin tocar un fusil.
Así, pasaremos la ordalía a la que lo someten para que abandone la milicia, hasta que se le cumpla el sueño y pruebe su heroísmo en una escaramuza episódica para la lógica de la guerra, aunque decisiva en la toma de Okinawa: la conquista del acantilado llamado Hacksaw Ridge, que le da título original al filme. Así, veremos como el buen Desmond se la juega por salvar y evacuar a todos los hombres posibles, incluyendo a los mismos que abusaron de él, como el sargento Howell, el duro capitán Glover y el agrio soldado Smitty Riker. Ellos forman parte de otro tópico del cine bélico: definirnos la unidad, el pelotón, como una comunidad de individualidades (el campesino, el soberbio, el galán, el estudioso, el inmigrante) que conviven en pos del objetivo; pero acá la idea es darle carnadura humana a la compañía del héroe de la jornada. Están los que morirán de entrada, los que lo harán más tarde, y los que serán salvados.
Porque ésa es otra apuesta de Gibson: mostrar la banalidad en medio de ese encontronazo donde (como decíamos con respecto a Crane) al principio no se ve quién está del otro lado del humo, y cuando silban las balas siempre alguno la liga de refilón, de casualidad, o cae cuando casi se ponía a cubierto, y así... Por lo demás, el relato tiene un crescendo hasta un preclímax, el momento estelar del héroe y un segundo crescendo hacia la toma final de la posición. Es la dinámica de la guerra isleña (asalto, repliegue y nuevo asalto hasta la toma) lo que la emparenta con “La delgada línea roja” y “La conquista del honor”, además de una narrativa visual que nada tiene que envidiarles: al final, la historia del pacifista es una de las más intensas películas bélicas de los últimos tiempos.
El creyente
Andrew Garfield está acostumbrado a interpretar personajes socialmente torpes, así que el tímido pero decidido Doss (que era flaco como él) no le queda nada mal. El carácter bonachón que le imprime construye buenas químicas con sus contrapartes. Como la suculenta Teresa Palmer (una mezcla de Scarlett Scarlett Johansson y Rachel MacAdams), en la piel de Dorothy Schutte, su novia y luego esposa, o Hugo Weaving en una muy lograda actuación como Tom Doss (el padre alcohólico que vio morir a sus amigos en la Primera Guerra). También los convincentes y habitualmente eficientes Sam Worthington (Glover) y Vince Vaughn (Howell), y un interesante Luke Bracey (Smitty), que pasan del desprecio a la admiración. Por ahí también se luce Rachel Griffiths como la sacrificada Bertha, madre del muchacho vuelto hombre.
Después hay buena acompañamiento en las participaciones de la soldadesca (Luke Pegler, Richard Pyros, Ben Mingay, Firass Dirani, Jacob Warner, Goran D. Kleut, Harry Greenwood, Damien Thomlinson, Ori Pfeffer), con varios australianos entre ellos: el buen Mel volvió a casa y rodó en Nueva Gales del Sur con algunos connacionales.
Gibson nos da sorpresas, decíamos. Aquí el viejo héroe de acción encuentra al buenazo en medio de la violencia, al creyente entre la desazón, a la paz de espíritu en el corazón de la guerra. Una historia digna de contar.