A pesar de sus subrayados, el quinto largometraje de Mel Gibson ofrece escenas bélicas impactantes y un protagonista verídico bien interpretado por Andrew Garfield.
Puede que Watson, el primer robot médico de la Historia, llegue a salvar muchas vidas futuras, pero probablemente no comprenda la dimensión moral de su trabajo. Esa entrega era muy clara para Desmond Doss, un médico de infantería del ejército estadounidense que salvó más de 70 vidas en Okinawa (Japón) sin tocar un arma, como fiel cumplidor del mandato religioso “no matarás”.
Mel Gibson adapta la vida de la leyenda (que murió en 2006, a los 87 años) en su quinto largometraje, Hasta el último hombre, destilando devoción ciega como su héroe y sin mosquearse en el acercamiento al panfleto aleccionador, en el que las luces bíblicas conviven con el campo de batalla.
La película se despliega en tres actos ascéticos y contundentes dignos de una sesión de catequesis hollywoodense: todo comienza en Virginia, EE.UU., donde se cría el pequeño Doss. Familia humilde y adventista, padre alcohólico violento y ex combatiente en la Primera Guerra Mundial, madre abnegada y hermano con el que juega a las piñas hasta que ocurre el primer acercamiento a Dios: Doss casi mata al hermano con un ladrillo, y así la culpa lo lleva a asimilar el “No matarás” hasta las últimas consecuencias: años después, cuando está comprometido con la enfermera Dorothy Schutte (Teresa Palmer) y asume lentamente su vocación de médico, se enlista decidido a batallar en la Segunda Guerra Mundial desarmado y con el único propósito de rescatar a los suyos (esto se hará relativo en plena contienda, en una escena en que se muestra el vínculo del soldado con un neutralmente nacionalista Más Allá).
En ese segundo acto en Fort Jackson afloran las crueldades de entrenamiento militar ya conocidas y se presentan los colegas pesados de Doss, que lo marginan hasta el cansancio por su reticencia a agarrar el rifle. Delgado, pequeño y más bueno que el pan (Andrew Garfield, inmejorable), Doss fue hecho para el bullying, al que resiste ofreciendo una y otra vez sus mejillas. Y se sale con las suyas: en poco tiempo llega con las tropas a Okinawa para participar en el dificilísimo avance en Hacksaw Ridge (tal el nombre original del filme), una llanura fantasmagóricamente neblinosa en las alturas en la que esperan los japoneses.
Será en ese tercer y último acto que Hasta el último hombre llegue a su literal cima: si hasta ahí las bajadas de línea eran amortiguadas con una narración sobria y segura, es en la instancia bélica (también dividida en tres, avance, retirada y contraataque) que el filme cobra sentido y revela su potencia: la materialidad de los cuerpos y la tierra y los disparos y las vísceras y las explosiones impacta de manera vívida, adrenalínica y escalofriante, y la visión posterior de Doss –que se queda solo en un asolado y moribundo Hacksaw Ridge para acometer su misión de salvataje– moviéndose sigiloso como un santo atleta llevando a sus compañeros en andas o arrastrándolos es sin dudas tan emocionante como curiosa, el hallazgo de un ícono de la negatividad que combate con el escondite, el salto, el silencio, el no-disparo.
Por eso no importa que en una crisis de fe Doss diga “Qué quieres de mi, no lo entiendo, no te escucho”, que se subraye cómo cimenta su virginidad asesina en un amague fallido de matar al padre o que ascienda en una camilla-altar hacia los cielos como un enviado del Señor: el credo excesivo de Gibson admite lo burdo y lo majestuoso, y eso es más motivo de celebración que de bullying.