Mel Gibson es un sinvergüenza y esa es una de sus dos mayores virtudes: la otra es saber narrar una historia. Aquí cuenta el drama real de un objetor de conciencia enviado al frente como médico durante la Segunda Guerra Mundial. Se niega a matar gente, y salva la vida de muchos de sus compañeros en situaciones de gigantesco peligro. Gibson, se sabe, tiene una relación fortísima con la religión, pero no desde la estampita sino desde lo que implica como decisión moral. También es de quienes creen que el sacrificio de la sangre tiene un sentido. Se puede o no estar de acuerdo con eso: lo que cuenta es cómo lo expone. Así, después de comenzar su film a partir de la discusión de ideas, las pone a prueba en la segunda parte, cuando comienza la acción. Y es dura, a la manera de “La Pasión de Cristo” (en cierto sentido, y si se tiene en cuenta el último plano de la película, es casi una “versión moderna” de aquella historia), con secuencias de guerra que superan en visceralidad los excesos de “Rescatando al soldado Ryan”. Esa falta de vergüenza para poner en pantalla una visión personal y nada concesiva es lo que le provee de una fuerza enorme a la película, fuerza que permite superar incluso sus más desvergonzadas cursilerías. La experiencia es notable.