Se estrena Hasta el último hombre, lo nuevo de Mel Gibson, inspirada en la historia real de un soldado que durante la Segunda Guerra Mundial se negó a matar enemigos y eligió salvar vidas.
Habría que investigar en que momento la filmografía de Mel Gibson empezó a descarrilarse. Cómo este actor nacido en Estados Unidos pero criado en Australia, que pasó de ser el intérprete fetiche de George Miller o Peter Weir en propuestas de acción -pero que no dejaban de lado un alto cuestionamiento político y filosófico de la sociedad- a convertirse en una de las figuras más taquilleras de los 90, terminó como un cineasta reaccionario y repudiado.
Se podría llegar a intuir acaso, pero hay que admitir que sus primeros pasos como realizador –El hombre sin rostro y la oscarizada Corazón valiente– eran más sutiles y cinematográficas, que todo lo que dirigió desde La pasión de Cristo hasta la fecha. Y aunque estas películas funcionaron bastante bien en la taquilla –todas de relativo bajo presupuesto- no se puede decir lo mismo de su carrera como actor, que, relacionada con sus escándalos privados, no ayudaron a que regrese a ese pedestal en el que estuvo años atrás.
Quizás sea su rencor hacia la industria que le dio la espalda o al público, pero el cine de Gibson funciona como una representación grotesca de la historia y un reflejo del morbo cotidiano. Es verdad. Hay más gore en cualquier propuesta de terror mediocre, en los zombies de la televisión o incluso en las últimas adaptaciones de cómics. Pero con Gibson, la violencia es gratuíta con el único propósito de impactar y la mera intención de ser efectista. Provocador no es. Pero la lógica se cae de lado cuando se pone a analizar el otro lado de sus historias, que supuestamente pretenden emitir un mensaje de paz y amor ultraconservador, de características religiosas, casi panfletarias.
Hasta el último hombre está inspirada en la historia de Desmond Doss –Andrew Garfield, sobreactuado-, un aspirante a médico que se alista para luchar en Okinawa durante la Segunda Guerra Mundial con el único propósito de salvar vidas. Doss se enfrentó al ejército al negarse a tocar un fusil durante el entrenamiento y la batalla.
Doss era un idealista, hijo de un veterano de la Primera Guerra, ahora borracho violento, interpretado por el gran Hugo Weaving, uno de los puntos más rescatables del film. Su enfrentamiento con su padre –una de las mejores subtramas del guión- es lo que lo motiva a ser fiel a la Biblia y no volver a golpear, mucho menos matar, a otra persona.
Al mejor estilo Nacido para matar, de Stanley Kubrick, Hasta el último hombre se divide en el entrenamiento en Virginia y la batalla en Okinawa. En la primera parte, Doss se debe enfrentar a todo su batallón y superiores –entre los que se incluyen Sam Worthington y Vince Vaugh, entre un elenco con más australianos que estadounidenses- para imponer su idealismo pacifista. Si no fuera tan dramatizada y discursiva, esta primera parte sola valdría la pena. Los films de juicios militares –Cuestión de honor, En defensa del honor– suelen tener una tensión increscente que genera cierto interés, y esta no es la excepción. Pero, la subtrama romántica –importante rol de Teresa Palmer- le resta ritmo e intensidad a esta parte, aún, cuando justifica de cierto modo cursi, el accionar del personaje
En la segunda etapa, Gibson despliega toda su experiencia en batalla. Es acá donde la película sufre sus mayores desaciertos. El nivel de gore, morbo y violencia es comparable a la secuencia inicial –el desembarco de Normandía- de Rescatando al soldado Ryan. Pero mientras que Spielberg demostraba la inexperiencia de los jóvenes y la inutilidad de la batalla, Gibson justifica el heroísmo y la matanza. El protagonista no mata, salva vidas, cumple su promesa, pero no tiene inconvenientes en ayudar a que sus compañeros a que destrocen a los malvados, feroces y salvajes japoneses, a los que retrata con una alarmante ausencia de humanidad, en oposición a lo que había hecho Clint Eastwood en el díptico sobre Hiroshima cuando criticaba el accionar del ejército estadounidense y humanizaba a los japoneses.
El personaje es un hipócrita, pero Gibson lo santifica. La última media hora del film, el director canoniza a su héroe como si saliera de una estampita o un vitró. La única crítica que hace hacia el ejército es que la mayoría de los soldados no eran suficientemente religiosos para salvar más personas.
Hasta el último hombre es un film moralista y didáctico, de lo peor que ha dado Hollywood en los últimos años, camuflado de película bélica. Es terrible que sea una de las favoritas de la temporada de premios, cuando un par de años atrás la subvalorada Inquebrantable, de Angelina Jolie, pasaba sin pena ni gloria, siendo muy superior con respecto a su apuesta cinematográfica e interpretativa.
Es cierto que la tensión del primer segmento está mejor logrado, que hay cuidado estético en las batallas y las interpretaciones de Weaving y Vaugh la rescatan de no ser uno de los grandes bodrios del año, pero aún así, Hasta el último hombre, de Mel Gibson es contradictoria y carece, por momentos, de lógica narrativa; y se escuda en la placa “basada en una historia real”, para justificar el fascismo –muy digno de lo que se viene con Trump- que sigue imperando en la mentalidad autoral de su realizador, y la de muchos compatriotas estadounidenses.