LA FE FRENTE AL HORROR
Cuando parecía que su figura (y su carrera) estaba condenada luego de algunos fracasos comerciales y unos cuantos desplantes de tipo personal que afectaron su imagen pública, Mel Gibson concreta un retorno estupendo con Hasta el último hombre. Y encima lo hace sin dejar de ser él mismo, sin renunciar a sus principios como persona y como cineasta, solo puliéndolos de la forma precisa para delinear un relato donde lo esquemático se da la mano con lo universal. Gibson encuentra en los hechos reales protagonizados por Desmond Doss –un soldado que era objetor de consciencia y que en la Segunda Guerra Mundial, durante la Batalla de Okinawa, se negó a matar gente y se desempeñó como médico, rescatando y salvando a por lo menos 75 compañeros, sin disparar un solo tiro- la historia justa para transmitir su ideología, pero también los tonos, formas y modalidades para impactar de la manera adecuada.
Es innegable que la enorme mayoría de la filmografía de Gibson como actor está ligada a la violencia física, pero también a otras formas de violencia indirectas o subterráneas, vinculadas a lo psicológico, familiar o cultural, que incluso terminan afectando lo físico, como en La doble vida de Walter. Pero en su carrera como director –con la posible excepción de su ópera prima, El hombre sin rostro- se agrega lo religioso como factor determinante, con la fe como elemento constitutivo de los personajes y los hechos que protagonizan. En eso, La pasión de Cristo es su película no solo más popular y emblemática, sino más representativa, un resumen de todo lo que piensa pero también de cierta prepotencia que estaba atravesando en su estrellato y de una concepción del cine que no admite sutilezas. Y si Apocalypto lograba sus mejores momentos cuando dejaba un poco de lado la bajada de línea ideológica y se zambullía sin vueltas en la aventura, Hasta el último hombre encuentra ese lugar óptimo y verdaderamente relevante dentro del campo cinematográfico, donde primero está lo que se narra y los personajes que llevan adelante la historia, y después está el mensaje. Su más reciente película es potente, no prepotente. No necesita imponer su visión del mundo, por más que no sea precisamente sutil.
En el impacto definitivamente universal de Hasta el último hombre hay un par de decisiones de lógica pura pero también de enorme inteligencia por parte de Gibson. La primera es la de poder ver los rasgos prácticamente increíbles, incluso hasta inverosímiles de la historia de Doss, que desafían cualquier mirada práctica, y hacerlos suyos, llevándolos a confluir con su estética cinematográfica, casi grasa y absolutamente salvaje en su despliegue de violencia sanguinaria, estereotipos, lenguaje soez e iconicidad sin ambigüedades. La segunda, derivada de la primera, es ir haciendo transitar al relato por una multiplicidad de géneros: si el film arranca siendo un drama familiar, con la figura de ese violento padre que encarna Hugo Weaving como eje de referencia y conflicto; luego deriva en una comedia romántica a partir de que Doss conoce al amor de su vida; lo cómico continúa con el entrenamiento militar, con la presencia fundamental del sargento interpretado por Vince Vaughn (recuperando lo mejor de su talento, con líneas chispeantes a mil por hora); hay una breve parada dentro del subgénero judicial, a partir de la negativa de Doss de portar un arma y el juzgamiento por parte del Ejército; y luego está la zambullida final en el territorio bélico.
Allí, a la hora de adentrarse en la Batalla de Okinawa, con la Escarpa de Maeda (conocida también como Hacksaw Ridge) como punto de quiebre de la contienda, es donde Gibson realiza la operación genérica más interesante de todas: toda la segunda mitad del metraje, desde la anticipación de lo que viene –con el desfile de cadáveres de compatriotas que observan los soldados recién llegados al campo de batalla-, el trabajo con el fuera de campo –con los japoneses como entidades casi invisibles pero palpables incluso desde lo que se cuenta de ellos-, la composición de planos, la utilización del sonido y la exposición de la violencia, convoca definitivamente al terror. En Hasta el último hombre, la guerra es esencialmente miedo, temor, horror, por lo que se ve, por lo que puede suceder, por lo que se intuye, por la permanente sensación de que cada paso dado puede ser el último, de que el enemigo está al acecho y no va a tener piedad.
En cierto modo, Hasta el último hombre va hilvanando un procedimiento narrativo similar al que hacía ese clásico llamado El exorcista: la construcción progresiva de los acontecimientos y sus protagonistas es la que va generando una indudable empatía con el espectador. Frente a ese horror tangible y a la vez abismal, la única respuesta parece ser la coherencia y el profesionalismo que va de la mano de la fe. Frente a la violencia extrema, la respuesta que encuentra Doss, aferrándose a sus convicciones religiosas, negándose a tomar ese instrumento del mal que puede ser un fusil y eligiendo salvar a sus compañeros (e incluso a sus enemigos) utilizando solo sus conocimientos, termina siendo hasta perfectamente lógica, incuestionable. Los villanos no terminan siendo los japoneses (son apenas meros antagonistas circunstanciales) sino la forma en que la guerra lleva a que los individuos abandonen su propia humanidad.
Cuando llega el clímax, la hazaña extrema de Doss que le permitió salvar a decenas de hombres, conmueve irremediablemente y a la vez pone en el foco el raciocinio perverso de la guerra, por el cual sobrevivir, salvar o ser salvado constituye la excepción en vez de la regla, porque todo está dado para que se imponga la muerte. Gibson ya a esa altura hizo todo el trabajo que correspondía, pero también Andrew Garfield, quien con su apabullante sinceridad interpretativa lleva a su personaje por toda clase de climas, tonos y circunstancias con una fluidez impactante, reflejando a la perfección el camino de ese héroe sin capa. Por eso Hasta el último hombre es una película de ideología explícita y convencida de sí misma, lo cual no la lleva a ser sectaria sino universal, aún en sus simbolismos y metáforas visuales manifiestamente asociados a la cristiandad. Es un film sobre la fe de un hombre moviendo montañas, proveniente de un cineasta sacudiendo al cine con su fe.