Hasta los huesos

Crítica de Andrés Brandariz - A Sala Llena

Life’s such a treat and it’s time you taste it
There isn’t a reason on earth to waste it
It isn’t a crime to be good to yourself

COMERTE ENTERA

Luca Guadagnino es un director, ante todo, cool. Algo de su sensibilidad resuena fuerte en mi generación (y en las aún más jóvenes): una capacidad para reconciliar los modos de Europa (refinamiento estético, abordaje desprejuiciado de temas tabú) con el indie norteamericano. Guadagnino es un cineasta del mundo que, las más de las veces, consigue algo difícil: trascender el nicho sin perder personalidad.

En esa búsqueda existe un riesgo, que Bones and All deja manifiesto más que nunca: la repetición de uno mismo, la autoría deviniendo acumulación de gestos que se vacían, poco a poco, de significado. En ese sentido, Bones and All es un campo minado de potenciales atajos. Un poco coming of age, otro poco road movie, otro poco relato de horror (o incorporación de sus marcas por un cine ajeno) y finalmente, melodrama lacrimógeno: el proyecto parecería, en los papeles, un merequetengue de tendencias del cine de autor de los últimos años, todas juntas. Una apuesta aparentemente riesgosa con engranajes ya probados. El resultado es, asimismo, un poco las dos: por un lado, el director consigue involucrarnos emocionalmente con una tierna historia de amor entre caníbales (!!!) y, por el otro -como ya hiciera en aquella Call Me by Your Name que lo consagró- se refugia en la imagen bella para esquivarle a la verdadera audacia. Guadagnino es cool: también es un poco tibio cuando el riesgo aprieta demasiado.

Dije que Bones and All es, entre otras cosas, una coming of age (o un relato sobre la llegada a la adultez, para expresarme en el confiable y querido castellano). En su primera secuencia dispone todos los elementos propios de este tipo de películas: Maren (Taylor Russell) acaba de mudarse con su padre a una ciudad nueva; le cuesta hacer amigos, hasta que una compañera de la escuela la invita a una fiesta; escapándose del estricto control paterno, asiste a la fiesta y socializa por primera vez con sus nuevas compañeras, incluso despertando las primeras chispas de atracción con una de ellas. Sin embargo, la situación da un vuelvo totalmente inesperado: aprovechando la cercanía con una de sus nuevas amigas, Maren le arranca un dedo y se lo devora. Por supuesto, esto implicará que el padre deberá borrar sus huellas para trasladarla a un lugar nuevo, un éxodo que -nos daremos cuenta- ya se ha repetido. La sociedad de Guadagnino con David Kajganich (guionista de esta y de la mayoría de sus películas) no es de mi particular agrado, pero estas primeras secuencias tienen una potencia indudable y dotan al relato de cierta sensación de imprevisibilidad, muy bienvenida.

Las flaquezas del guion empiezan a evidenciarse a partir del segundo acto y decantan en el último, en el cual Kajganich empieza a acumular lugares comunes y ciertas arbitratiedades que no hacen más que poner de manifiesto el manejo que Guadagnino tiene de la forma. Es fácil suponer que, en otras manos, esta historia podría haberse convertido en una narrativa young adult bastante mediocre, con unos pocos elementos empujando el envoltorio más allá de la media. La historia de amor entre Maren y Lee (Timothée Chalamet, en quien Guadagnino vuelve a encarnar la pasión y el desprejuicio propios de la juventud, esta vez un poco más desencantada) es un logro casi exclusivo del director y sus intérpretes. Con pocas escenas y acompañados por un discreto y efectivo trabajo con la música (la mejor amiga del melodrama), Russell y Chalamet consiguen conmovernos con este amor maldito, entre dos caníbales que luchan por moderar sus impulsos en una sociedad que nos condena. ¿Qué es el amor, más que sentir que hemos encontrado a alguien tan extraño y solo como uno?

En uno de los episodios que estructuran Bones and All, el título se menciona: el personaje que interpreta Michael Stuhlbarg (en una insólita y divertida variación de aquella emotiva escena con Chalamet en Call Me by your Name) menciona que el bautismo del caníbal ocurre cuando devora a otro en forma completa, “con todo y huesos”. Maren y Lee descreen de esa posibilidad, y lo atribuyen a fanfarronería del caníbal. Sin embargo, en un trágico -y esperable- giro del destino, será el último pedido que Lee (herido de muerte en un violento ataque) le haga a su amada Maren: que lo devore entero, borrando sus huellas y asegurándose una vida lejos del conflicto con la autoridad.

En este clímax emocional, en el cual Maren debe acometer el acto de amor más tremendo (comerse a su amado para respetar su voluntad, hacerlo carne para siempre al mismo tiempo que lo pierde) Guadagnino decide clausurar la película con una imagen idílica de los enamorados abrazados en un monte. Un gesto que, si bien funciona en el momento, a la larga resulta un acto de tibieza, allí donde no se necesitaba ninguno. Extraño que, en una película que azuza al espectador con la intensidad de ciertas imágenes y consigue, muy efectivamente, vincularnos emocionalmente con la historia de dos que comen gente, decida escapar justo en el momento en el que las imágenes intensas se visten de un significado totalmente diferente, uno que las trasciende y las dota, incluso, de una intimidad y belleza mucho más profundas que el plano Pinterest con el cual el director elige cerrar. Una lástima. Quizás, la diferencia que separa una gran película de otra, un poco temerosa.