SOLO QUIERO QUE ME AMEN
El motivo de dos jóvenes escapando por las carreteras de EE.UU. es recurrente en la cinematografía americana y ha atravesado diversos contextos y moldes genéricos, desde los motoqueros de Easy Rider para marcar el fin de una era de amor y paz, pasando por los Días de gloria y Badlands de Malick y su visión de los setenta, hasta los excesos de Lula y Sailor en Corazón salvaje de Lynch, una revisión paródica del cine clásico. Luca Guadagnino ubica su historia en la década del ochenta e inunda sus imágenes con colores que traducen cierta melancolía. Se despacha la cuestión política con algunos televisores donde se cuelan malas noticias. Es el contexto de una América donde los jóvenes repiten esquemas de consumo, deambulan como zombies por los pasillos escolares o buscan algún horizonte donde encajar en medio de familias disfuncionales. Y en ese marco social que apesta, introduce la variante del canibalismo, como si no hubiera otra opción para escupirle en la cara al conservadurismo de Reagan. Es decir, hay una especie que, por motivos que no se explican, siente el deseo de comer humanos. Se reconocen y se huelen entre ellos, a tal punto que, en vez de enfrentarse, se buscan solidariamente.
En este mapa, la pareja protagónica iniciará un viaje con diversas paradas donde alternarán los problemas que se les presentan y los propios recuerdos de pasados traumáticos. Si bien hay pasajes donde se producen lagunas narrativas o recurrencias propias de esta clase de relatos, lo mejor del director siguen siendo esas atmósferas de alegría momentánea donde se conjugan elementos fetichistas propios de la década con lapsos de felicidad en los vínculos que mantienen los personajes, además de ese tinte crepuscular propio de quienes están condenados a vivir el amor a cuenta gotas. También hay buenos resquicios para el terror, sobre todo en la patética figura de un tipo con trencitas llamado Sully, magistralmente interpretado por Mark Rylance.
Pero lo que Guadagnino, un tipo al que le gusta guiñar, nos muestra también es ese oscuro objeto del deseo. Un coqueteo, una caricia y un abrazo pueden culminar en sabrosos mordiscos de placer, continuando también una tradición que nos ha legado joyas cinematográficas del género, desde James Whale, pasando por los vampiros de la Hammer, entre tantos apetitosos chupasangres. Tanto Lee como Maren comparten este instinto al que vuelven una historia de amor y de viaje, con comidas y sensualidad, y siempre con el peligro al acecho. El tinte del color es homologable a la textura de un sueño donde es factible recorrer estados, meses, como si todo transcurriera durante una noche. Son ellos dos los que encabezan un gesto de rebeldía en una época donde los padres señalan con los dedos a sus hijos, los instan a esconder sus deseos y la gente comienza morir de Sida. Ante ello, la respuesta es como el tema de Judas Priest, Eat me alive (una referencia no tan antojadiza si se tiene en cuenta la alusión directa a Lick it up de Kiss en una escena memorable).
Hasta los huesos, incluso, podría verse como un melodrama donde cabe la famosa frase que sirvió de título a una de las películas del maestro Fassbinder, solo quiero que amen. Su final está rodado de una forma que imita una escena de amor, centrándose en la conexión en lugar de la destrucción. De este modo, Guadagnino concluye un arco de madurez a través del amor.