Es raro pensar a Luca Guadagnino como un cineasta de cuño italiano, más allá de algunos tópicos geográficos o referencias culturales que asoman en sus anteriores películas. Su obra se ha abierto al mundo y, en ese gesto, su mirada recoge el derrotero de personajes que asumen caminos arriesgados, fuera de la norma, de la comodidad de la integración. Las infracciones de sus criaturas siempre merecieron el corazón de sus historias: el amor infiel de Tilda Swinton en El amante (2009), la pasión y el crimen en la explosiva remake de La piscina de Jacques Deray, A Bigger Splash (2015); el deseo prohibido como afirmación de la identidad en Llámame por tu nombre (2017), el acceso a lo sagrado a partir de la zona oscura del alma en Suspiria (2018). En todas ellas el destello de la antigua tierra del imperio romano latía de manera persistente como un intento de apegarse al origen: el recuerdo del giallo, la geografía lombarda, la decadente burguesía milanesa.
Hasta los huesos implica nuevas texturas y tradiciones en el seno de una América salvaje. Si bien el germen de la historia es la novela de Camille DeAngelis, Guadagnino ancla su universo en las carreteras abiertas por los beatniks y perseguidas por los outsiders del Nuevo Hollywood, un territorio de viaje y búsqueda sin destino. Por ello el comienzo de su película evoca ese entorno sensual e inhóspito para Maren (Taylor Russell), el que la invita a transgredir el encierro impuesto por su padre, a escaparse a una celebración de su instinto y su prohibición. La aventura comienza con el encuentro de su propia esencia, esa condición de “devoradora” que parece impronunciable incluso para los propios, los iguales que descubre en el camino, ejercitando el olfato y esa pertenencia irrenunciable.
Lo mejor de Hasta los huesos se halla en la cercanía de Maren, más que en las escenas de canibalismo concebidas con ese esteticismo que el director le impuso al horror desde su ejercicio de estilo en Suspiria. Un momento de impacto, de sangre y vísceras, cercenado por el montaje luego del tiempo justo, que quiere (pero le da un poco de vergüenza) provocar de manera directa a su espectador. En cambio, al seguir a Maren de cerca, al tentar sus propios deseos y descubrimientos, la película alcanza esa magia que persigue sin descanso, y que pretende hallar en la gesta de un romance al que modela en las coordenadas de la literatura adolescente de moda.
La convicción de Guadagnino de convertir a Timothée Chalamet en la sagrada estrella de este Hollywood alicaído le juega una mala pasada, lo lleva a filmarlo como el caníbal melancólico en postales de horizontes, con el rostro bañado en sangre, siempre en composé cromático. Y esa insistencia en alcanzar profundidad con mero sentimentalismo limita la fuerza de sus mejores escenas, aquellas –como la de la fogata con dos extraños que recuerda a Easy Rider; o la tensa comunión entre Maren y su maestro Sully, interpretado por el genial Mark Rylance- jugadas en el límite de la conexión con los propios y el miedo a los ajenos.
Hasta los huesos inviste a sus trágicos protagonistas de un horror estilizado que por momentos confunde con la poesía, y que retiene el nervio y la fuerza que hubiera alcanzado en un retrato más implacable y descarnado.