Una gran humorada negra, teñida de rojo
La sangre en escena es una de las obsesiones del cine. Oscura, negra, cuando se filmaba en escalas de grises; bien roja con la llegada del color. Se podría hacer un libro contando la historia de las diferentes formas en que el cine ha representado a la sangre a lo largo de su historia. Si se lo escribiera en la Argentina, no habría forma de evitar un largo capítulo dedicado al cine fantástico que se viene filmando en el país casi en secreto desde hace unos veinte años. Un cine hecho por una generación que a la par de la cinefilia ha sabido cultivar la hemofilia, en el sentido menos patológico de la palabra. Un grupo de directores que empezaron de adolescentes a salpicar todo de rojo y que se volvieron adultos haciendo películas, primero bajo tierra, alejados de las salas comerciales, y ahora (un presente que abarca los últimos tres años) embarcados en la difícil batalla de llegar al público masivo. Hermanos de sangre, nuevo trabajo de Daniel de la Vega, es el exponente mejor pulido de este cine, donde la truculencia representa una forma eficaz de evitar que el hacer películas pierda su carácter celebratorio. Desde ahí queda claro que si en algo han sido serios quienes están detrás de la película es en tomarla como lo que es: una gran humorada negra.
Y eso a pesar de un comienzo tenso y muy serio, en el que un gordito de anteojos es llevado con sus manos esposadas hasta la morgue forense, para reconocer varios cuerpos mutilados de cuyas muertes sería responsable. Enseguida los títulos corren sobre una lluvia de piezas de rompecabezas que sugieren un misterio a resolver y hasta ahí llega lo “serio”. Elipsis mediante, todo sigue en la entrada de un boliche, donde un energúmeno con músculos le niega el paso al mismo gordito de anteojos, Matías (Alejandro Parrilla), burlándose de su ropa, su corte de pelo y su aspecto físico. Esa será la primera parada del vía crucis nocturno del protagonista, que ya en la disco será ignorado por las mujeres y despreciado por los hombres. Sobre todo por un compañero de trabajo, fotógrafo y baboso compulsivo que coquetea con Eugenia, otra compañera de la que Matías está enamorado. Aunque el guión presenta todo esto con humor, el circuito de humillaciones pone de manifiesto el carácter de eterna víctima que el protagonista ha soportado durante toda su vida. Un emergente de lo que hoy se conoce como bullying que, lejos de ser una práctica moderna, es una vieja costumbre de la humanidad: el abuso del más débil y la estigmatización del demasiado bueno (el buenudo).
La aparición de Nicolás (Sergio Boris), misterioso personaje que se le presenta como un improbable compañero de coro durante la infancia, será para Matías la posibilidad no sólo de redimirse de esos abusos, sino de librarse de quienes los infligieron. La violencia y la impiedad serán el camino elegido. La mujer que lo desairó en el boliche, un jefe evasivo, una ex novia psicópata, una tía controladora (interpretada por el gran Carlos Perciavale) y el fotógrafo insoportable serán los candidatos a pagar por los años de humillación, y la sangre no faltará a la cita. De la Vega, especialista en terror y clase B, maneja el timing humorístico de situaciones muy violentas con la misma precisión con que se hace cargo del que en definitiva es su terreno: la coreografía de escenas cargadas de gore y sadismo. Pero, atención, un sadismo alejado de la pornotortura y mucho más cerca del morbo con que los chicos disfrutan de las escaladas de agresión entre Tom y Jerry o de los castigos que Moe le impone a Larry, a Curly, a Shemp (y siguen las firmas). Quizás esa genealogía del humor sádico y políticamente incorrecto sea el mejor punto de vista para disfrutar del film de De la Vega. Desde ahí funcionan los personajes absurdos como el hijo de la tía Dora, ex luchador de catch sordomudo y perverso, y los registros actorales que juegan con los límites entre el naturalismo, la farsa y el grotesco.
La película mantiene además una de las particularidades esenciales del CIFA (Cine Independiente Fantástico Argentino): su carácter endogámico. Como ocurrió en otros títulos que forman parte de este (a)salto a las salas comerciales de la movida del fantástico argento, en Hermanos de sangre late un espíritu adolescente que no sólo refleja lo que se ve en pantalla, sino que evidencia la camaradería que mantienen fuera de campo los directores, guionistas y actores de esta movida. Es que tal vez sean todos ellos, amantes del cine fantástico y del líquido color rojo, los verdaderos hermanos de sangre del cine nacional.