Sam Cahill (Tobey Maguire) es mucho más que un soldado. Es un ejemplo de ciudadano norteamericano: hijo adorado, buen marido, correcto padre, joven valiente y trabajador, todo lo que su hermano menor Tommy (Jake Gyllenhaal) no es. El papá de ambos (Sam Shepard), militar retirado, se ocupa de remarcar esa diferencia en las primeras escenas del film, cuando nos informan que Tommy acaba de salir de la cárcel mientras que Sam se prepara para cumplir una misión en Afganistán.
Sam no es cualquier marine: es un marine de Hollywood. Debe mostrarse orgulloso de su uniforme kaki y sobrevolar el desierto enemigo con una sonrisa cuasi orgásmica al afirmar: “Se siente como en casa”. Parece demasiado peso para el pobre Tobey Maguire. Y lo es. Algo rechina desde los primeros minutos del film, cuando lo vemos calzarse un traje que lo excede. Maguire luce tan esmirriado y pálido que casi se vuelve transparente, muy lejos del recio Capitán de Infantería que esta historia reclamaba. Encima sufrirá situaciones muy feas que lo dejarán alienado y perturbado, actitudes que el actor traduce en petrificación y ojos bien abiertos, tan abiertos que uno cree que en cualquier momento podrían salirse de sus cuencas, como en un dibujito animado. Aunque Maguire le ponga el alma entera, no da con el physique du rôle del personaje, y cuesta palpar su dolor cuando se antepone el artificio de la interpretación. Tampoco hay un gran aporte de las otras estrellas, ya que Gyllenhaal no tiene pinta de ex convicto, ni a Natalie Portman se la nota convencida como madre de dos niñas no tan pequeñas (ellos, cuñados en la ficción, compartirán cierta intimidad que traerá consecuencias).
Estos problemas llaman la atención en un dotado director de actores como lo es Jim Sheridan, quien en películas como Mi pie izquierdo, En el nombre del padre y The Boxer supo explotar en su justa dimensión nada menos que a Daniel Day Lewis. Pero mientras aquellos eran proyectos personales, Hermanos (Brothers) se delata como un trabajo por encargo, con una puesta en escena arrinconada en la obviedad y un relato maniqueo, sobre todo cuando explica la relaciones padre-hijo y el accionar de los afganos invadidos. Sin otras inquietudes estéticas que las presumibles en un mainstream de manual, Sheridan se limitó a trasladar de Dinamarca a Estados Unidos la historia que ya había filmado, con mucha mayor destreza, la realizadora Susanne Bier.
Volvamos entonces al physique du rôle de Maguire, a quien varios críticos calificaron como “error de casting”: es cierto, y ya lo señalamos, que en principio no resulta el actor ideal para encarnar a un militar violento. Pero no lo culpemos, porque esto es cine y una película es un todo, una red de voluntades, un sistema de fuerzas invisibles que, bien calibradas, pueden decir lo que el semblante calla. Nadie hubiese apostado a Maguire en la piel del Hombre Araña, o en la del repentino amante de Charlize Theron en Las reglas de la vida (The cider house rules, precioso film de Lasse Hallström); y sin embargo, él brilló en esos personajes, sin perder nunca esa mirada de perplejidad compulsiva. En Hermanos podría haber ocurrido lo mismo si no se tratara de un producto tan mecánico, un calco descolorido incapaz de entender la tragedia que narra. Finalmente, el núcleo caliente de la película -las llagas psicológicas de la guerra en los que ex combatientes y en sus familias- queda reducido a un ensayado melodrama de ademanes.