Otra postal made in USA
La sociedad norteamericana parece sufrir de un provincianismo patológico: todo debe comenzar y terminar en ellos, o bien para entrar allí todo debe ajustarse a sus propios términos. Se trata de un paradigma cultural, social y hasta existencial, que en el séptimo arte se traduce en una especie de fruición por adaptar obras extranjeras, bajo el supuesto de que el público local jamás iría a ver una película que no fuera norteamericana. Ya le tocará a El secreto de sus ojos, que según se conoció luego del Premio Oscar tendrá su debida remake en el imperio del norte (algo que aquí se festejó como un gol en el mundial de fútbol, lo que revela nuestro propio provincianismo). Pero lo cierto es que los resultados de estas adaptaciones suelen ser patéticos, por más que en una gran parte de ellas se copien los planos, conflictos, situaciones y hasta los propios diálogos del original.
El último ejemplo es Hermanos, del irlandés Jim Sheridan, remake estadounidense del filme homónimo de 2004 de la danesa Susanne Bier (editado aquí por el sello 791CINE), una directora que no casualmente ha desembarcado en los últimos años en el imperio del norte (con Cosas que perdimos en el fuego, de 2007, protagonizada por Benicio del Toro) a pesar de que en sus inicios fue integrante del Dogma de Lars Von Trier. Aquél Hermanos era un filme que, si bien con sus desniveles, lograba explorar las complejidades del alma humana a partir de las consecuencias que la guerra tenía en un núcleo familiar mínimo, donde la ausencia del pater familis terminaba generando un triángulo amoroso inesperado. Era una película que se inclinaba decididamente al melodrama, pero sin volverse pomposa, con una intensidad dramática considerable, en parte gracias a sus excelentes actuaciones. La cuestión es que, como en tantos otros ejemplos, la nueva versión made in America parece una traslación lavada, artificiosa, insustancial, casi una sombra de aquella otra película, por más que la copie textualmente en gran medida.
La primera escena ya hace temer su carácter artificial: como en una postal, se iza la bandera norteamericana (casi omnipresente en el filme) mientras unos soldados trotan al frente. Le seguirán escenas homónimas donde se mostrarán visiones idílicas de la familia perfecta, formada por el capitán Sam Shepard (un errático Tobey Maguire) su hermosa mujer Grace (Natalie Portman) y dos pequeñas hijas. Claro que la postal no durará mucho: Sam ha sido llamado nuevamente al frente, y apenas tendrá tiempo de compartir una tensa cena con su hermano Tommy (Jake Gyllenhaal, el mejor), la oveja negra de la familia, que acaba de salir de la cárcel. Ya en el frente, Sam no tardará en ser atrapado por los talibanes, aunque su propio Ejército lo dará por muerto, y la familia se verá obligada a hacer un funeral simbólico en su honor. Devastado por la noticia y la culpa que le genera su propia vida, con un padre que lo acusa de todo a él, Tommy comenzará a acercarse a la familia de su hermano y terminará enamorándose de su mujer, y viceversa. El problema surgirá cuando Sam vuelva del frente, completamente cambiado por los tormentos sufridos en la guerra, y comience a percatarse de que algo ocurrió en su ausencia, certidumbre que potenciará además sus desequilibrios psicológicos.
Si bien en el último tramo alcanza cierta intensidad, el filme de Sheridan tiene un problema esencial: su naturaleza de postal, su artificialidad mayúscula que lo lleva a ser más una novela de televisión que una película para el gran público. Se nota además un grado alto de improvisación: desde el casting, ostensiblemente errado en el papel de Maguire, hasta ciertas resoluciones dramáticas y narrativas que conspiran contra la verosimilitud de la película. Estereotipado y mediocre, el filme no se anima ni siquiera a criticar de frente la invasión norteamericana en Oriente Medio, aunque por allí exponga una especie de reparo en los cuestionamientos que balbucea Tommy (claro que se preocupa mucho más por mostrar que los talibanes son unos bárbaros desalmados). Eso que incluso por aquí está su mayor virtud: sugerir que la guerra no es un videojuego, que los soldados no son robots, insinuar al menos las consecuencias que puede tener sobre la psicología individual de las personas que van al frente, y contradecir por momentos el discurso oficial sobre la heroicidad intrínseca de los marines.
Martín Iparraguirre