En su nueva película, el director mueve gran parte de su historia y sus personajes principales a Nueva York creando nuevas dinámicas en su universo cinematográfico. La conexión con la obra de Shakespeare continúa, pero de una manera más lateral y sorprendente. Con Agustina Muñoz y María Villar.
La nueva película del realizador de VIOLA transcurre en su mayor parte en los Estados Unidos y está hablada en inglés. Y si bien los personajes shakespereanos siguen siendo inspiración (en el título) y parte de la trama (en la profesión de la protagonista, que es traductora) aquí hay menor cantidad de referencias directas e indirectas al “Bardo”. Sin ser radicalmente diferente a su obra previa, Piñeiro ha pegado un cierto giro a su cine, agregando elementos y quitando otros, modificando su esquema y sistema pero no necesariamente su universo.
La película arranca con Carmen (María Villar), que se vuelve de Nueva York a la Argentina tras terminar una beca de estudios allí en una manera que parece mágica (ya verán cómo). En su lugar irá Camila (Agustina Muñoz), la traductora shakespearana, quien se instalará en el mismo departamento y tratará de ir combinando cuestiones laborales de traducción con otras más ligadas a su situación personal, y no sólo en el orden romántico (un potencial y un pasado affaire que regresa, además de un ex acá) sino familiar: su padre, quien hace muchos años no ve, vive allí.
HERMIA & HELENA tiene una curiosa estructura formal: se divide en cuatro etapas que Camila pasa en los Estados Unidos, separadas todas por un flashback a la misma jornada, la última en la que ella estuvo en Buenos Aires y en la que se despidió de sus amigos aquí (ahí aparece buena parte del resto de la “troupe Piñeiro”). En Manhattan, en tanto, pasan las distintas estaciones, que Camila vivencia de manera muy diferente entre sí: la primera tiene que ver con su llegada y adaptación; otra con un encuentro que tiene con otra chica que viene recorriendo Estados Unidos (Mati Diop), otra bastante más extraña y misteriosa en la que reconecta con un ex (cineasta él), y la última –y para mí, la mejor– en la que se pone en juego el reencuentro con su padre.
La música de Scott Joplin y la locación (es otra zona de Manhattan la que muestra, pero igual) le dan por momentos al filme un aire woodyallenesco, pero pronto Piñeiro se despega de esa comparación entrando en una zona de extrañamiento narrativo (con textos impresos en la pantalla y un corto dentro del filme) del que ya no vuelve. Al contrario, en su etapa final la película parece encontrar su corazón emocional y su estética propia, una suerte de mezcla entre lo que era el cine previo del realizador y cierto estilo indie neoyorquino de última generación.
Es cierto que cuesta acostumbrarse de entrada a la propuesta. En principio, porque buena parte del deleite de las películas de Piñeiro está relacionado con escuchar sus diálogos en boca de sus actrices y acá, al tener que limitarse al prolijo pero esforzado inglés de ambas, esa fluidez y riqueza de textos se pierden un poco. La diferencia se nota claramente cuando la película vuelve cada tanto a Buenos Aires y esa fluidez reaparece. De todos modos, uno se acostumbra y cuando llega la útima parte del filme (es el más largo de todos los suyos, con más de 90 minutos) esa extrañeza termina siendo una invitación a entrar en otras zonas del universo de Piñeiro. Allí, en algún lugar perdido de las afueras de Nueva York, sin saber muy bien para donde ir, a mitad de camino entre el pasado y el futuro.