l propio Matías Piñeiro lo dirá de una manera algo más elegante (no podría ser de otra forma) algunas líneas más abajo asi que me permito iniciar estas notas con una idea robada pero no por ello menos cierta: si en Hermia y Helena se intuye la perfección de un sistema narrativo que se fue construyendo película a película es porque aquí Piñeiro decide jugarse por la variación inestable antes que por la cómoda seguridad de los logros ya conocidos. Ese acto de autoatacarse constantemente lo lleva a descubrir pequeñas minas de oro dentro de algo que parecía haber llegado a un cierto estado de culminación con La princesa de Francia pero que exhibe aquí la certeza de que todo lo que toca Piñeiro se vuelve, felizmente, cine.
Todo funciona como una respuesta a lo ya visto, como si su método de trabajo consistiera en revisar todo lo anterior e ir proponiendo, cuál cuaderno borroneado, nuevas formas de presentar las mismas ideas. Es así: si La princesa de Francia arrancaba con un partido de fútbol que se volvía deseo coreografiado, Hermia y Helena también empezará desde una terraza desde la cual se verá un partido de fútbol. La diferencia en este caso será clarísima y supone, acaso, toda una declaración de principios del “toque Matías”: cuando el paneo de la cámara nos deje ver ese partido ya será demasiado tarde porque lo pasaremos de largo, centrándose mejor en lo que vendrá. No será la única vez que Piñeiro establezca este tipo de guiños que funcionan por la diferencia con el resto de su obra. Otro ejemplo: si Pablo Sigal y Romina Paula se peleaban en la película anterior, aquí se los muestra como una pareja a punto de ser padres. Así, la resonancia de las bombitas tienen límites variables, a veces estallan estruendosamente y otras, las más habituales, lo hacen de manera casi imperceptible. Sea como sea, Hermia y Helena cuenta con la virtud de saberse una película que va estallando a medida que la vemos, abriendo posibilidades de caminos en cada uno de sus planos.
Ese juego interminable de variaciones y mutaciones encuentra en la duplicidad del relato un aliado ideal. Multiplicadas, las vidas de Carmen y Camila se entrecruzan o se suplantan: una siempre debe estar en el espacio que la otra abandona. Las distancias entre Nueva York y Buenos Aires se vuelven cortas, unidas a través de grandiosos fundidos que empiezan en los gigantes árboles de la avenida Pedro Goyena y terminan en los cables que cruzan el puente de Brooklyn. El tiempo del relato también sufre de la misma esquizofrenia. Entre los preparativos de la partida y las decisiones de la llegada, la presencia de Camila se bifurca y llegará un momento en el que directamente serán dos personas distintas porque entre una ciudad y la otra pasan cosas, se toman decisiones, se conoce gente, uno se puede enamorar o desenamorarse rápidamente y entre todo eso se aprende, se crece y se acierta y se pierde. “La vida es decepcionante” dirá un personaje en la escena final citando a la más famosa de las películas de Ozu. “¿Lo es?”, preguntará otro. La respuesta a esa pregunta se evidencia en la totalidad de Hermia y Helena y su obstinación por siempre ser diferente, moverse, jugar y cambiar.
Me gusta pensarla como una película que se va haciendo sobre la marcha, que prueba cosas mientras sus personajes viven sus vidas, casi como si se tratara de una película abierta. Queda claro al leer la entrevista que le hicimos a Matías que esto no es así y que cada una de las decisiones tuvo un motivo muy pensado detrás. Esta bien, a mi me alcanza con tener esa sensación. No es algo menor en una película que empieza con una gracia única y que va, hacía el final, encontrando otro ritmo, algo más pausado, en el que quizás sea el momento más estrictamente dramático jamás filmado por Piñeiro. Incluso la presencia de Shakespeare se nota un tanto más invisible que en resto de sus películas. Si en las anteriores “shakespeareadas” la intervención del texto de forma oral se hacía constante y repetitiva, envolviendo las verdaderas intenciones de los personajes, aquí pasará a ser simplemente un punto de partida para entender qué hace Camila en Nueva York y de qué maneras se apropia de ese texto. Más que nunca, Shakespeare se vuelve una mera excusa para hacer que el relato se mantenga siempre en movimiento.
Pero luego del movimiento viene la calma. Y también habrá un llanto, un sueño, un nacimiento y un cielo tormentoso que actúa de fondo ideal para que la temporada de los nuevos cambios se inicie. Tal vez en su más simple forma, Hermia y Helena no busca ser más que eso: una película de movimientos, de gente que va y viene y que se lleva en esas circulaciones constante todos sus deseos y sueños. Lo que consiguen y lo que pierden es acaso la misma razón por la que Piñeiro se empeña en filmar a estos personajes: él también va perdiendo lo que ya no le sirve y ganando, película a película, la experiencia de ir armando su propio cine mientras lo vive.
Esta es la segunda vez que nos sentamos a charlar con Matías Piñeiro. La primera entrevista jamás fue publicada porque la tecnología nos jugó una mala pasada. Hermia y Helena se consagró muy tempranamente y con total unanimidad como nuestra película preferida del festival por lo que hablar con Matías se volvió casi una obligación. Esta vez vencimos a los problemas de grabación y aquí pueden leer lo que quedó de esa tarde marplatense entre películas.