Cuando en El auge del humano se abre una puerta es como si entrarámos, de manera constante y espiralada, en una dimensión completamente nueva, inesperada. Esto sucede bien al principio, casi sin ningún tipo de preámbulos. Exe da vueltas por una casa, busca algo (y todos los personajes de la película harán lo mismo, indefectiblemente), hasta que de repente abre la puerta y sale afuera. Ahí, el mundo nuevo: una inundación azota al barrio por el que se mueve y se le complica llegar a horario a su trabajo. La sensación que queda es esa misma que debe haber sentido Alicia al seguir los rastros del conejo y caer por el pozo: estábamos en un lugar y ahora estamos en otro, totalmente distinto. Nada nos anticipó este clima, a excepción de unas pequeñas gotas que se escuchan mientras Exe está aún bajo el refugio. La pregunta que debemos hacernos, pies en al agua, es justamente esa: ¿dónde estamos? En principio, en tres lugares distintos: Argentina, Mozambique y Filipinas. De geografía atrofiada, El auge del humano vuelve a las distancias del mundo un asunto de sencilla resolución, pasando de un lugar a otro a velocidad de click, despedazando al planeta en mil millones de pestañas distintas, todas abiertas al unísono, todas invitando a ser habitadas. Como un explorador alucinado (o más bien un navegador, como corresponde a todo usuario de la aventura internáutica), Williams concibe al espacio como un elemento digno de ser maleable y con esa intención lo recorre, buscando, del mismo modo que todos sus personajes, una conexión, una evasión, un nuevo pozo en el cual poder meterse y hurgar hasta encontrar la nueva salida. Pero, aun entrando en la punta del mundo y saliendo en la otra, no hace más que dar con un solo y único estado de las cosas: el trabajo es siempre escaso y nunca fijo, siempre esclavizante y nunca justo. Ahora queda un poco más claro: estamos en el mundo. Ya en su cortometraje Pude ver un puma, Williams demostraba un poder inusual para revelar la potencia latente que existe en el corte entre dos planos. Con tal solo un salto, sus personajes pasaban de un espacio a otro, encontrando en esa elipsis la solución para unir los paisajes más extremos, para ir de un cielo del conurbano a las ruinas de una ciudad y de ahí, sin ninguna escala posible, a la profunda frondosidad de alguna selva hasta que uno de ellos terminaba, literalmente, cayendo por un pozo. Es esa misma obsesión por el desplazamiento y su obstinación por encontrar en la unión de dos planos un mundo imprevisible lo que se vuelve regla en El auge del humano, permitiendo la sorpresa constante. El faro de Williams no parece ser tanto el lenguaje cinematográfico sino más bien el del comportamiento que permite internet. En ese sentido, el elemento más ideal para intentar darle un marco lógico a su obra habría que encontrarlo en la forma del hipervínculo, esa acción que permite saltar de tema a tema, de página a página, formando una escala de información que, cual efecto dominó virtual, va derramando datos sobre datos. Tal vez se trate de una estética de la dispersión, una forma que poco a poco Williams fue encontrando y que aquí se exhibe en lo que acaso sea su forma más acabada. Aquí no se agarra tanto ya de la sorpresa inherente del montaje sino que busca las uniones entre un personaje y otro (que es también, el pasaje de un país al otro) a través del plano secuencia, primordial procedimiento de toda la película. Es a partir de esa forma que Williams encuentra la conexión entre las tres historias que hacen a El auge del humano. La primera de ellas, que pasa de Argentina a Mozambique, se da una manera casi invisible e involucra a un monitor de computadora, que funciona aquí como el motor ideal para la inmersión hacia otras vidas a las que Williams sigue siempre con intención casi de documentalista, persiguiendo sus pasos por los contextos que les pertenecen, desde los lagos en los que nadan hasta las habitaciones en las que duermen, sin olvidar el obligado pasaje por sus espacios de trabajo que también varían entre supermercados, fábricas y hasta una improvisada home office desde donde se llevan a cabo nocturnas sesiones de sexo virtual. En esos recorridos, resulta interesante prestarle atención a las casuales charlas que tienen los personajes, diálogos a simple vista vacíos de contenidos pero que una escucha atenta podrá entrever que hay algo en ello que los vuelve vitales para comprender las preocupaciones que los mueven: desde la descripción de un sueño en el que el cielo se transforma en un nuevo espacio publicitario (sueño que ya comentaba uno de los chicos de Pude ver un puma), hasta el deseo de poder escuchar un grito primal, pasando por la algo más directa confesión de que uno hace un trabajo por dinero y no por placer y que ahí, en ese conflicto tan horrible de tan común, se desencadena el factor que los une a todos. “¿Estás triste o estás cansado?” dice un mensaje que se envía en la tercera parte y, aunque desconocemos el remitente, bien podría estar siendo enviado a cualquiera de todos los personajes que pueblan esta aldea global que Williams construye. Cámara en mano, la imagen de la película se define siempre como inestable y muta dependiendo del formato con el que haya sido filmada. El movimiento del cuerpo que lleva la cámara se hace siempre visible. Por momentos, daría la sensación de que flota. Varía entre tonalidades oscuras, como aquella escena que sucede dentro del tronco de un árbol (!) y toda la parte final, que a diferencia del resto, reluce con una nitidez impensada. Es como si la película fuera degradándose a propósito en las dos primeras partes, hasta llegar al límite de lo visible, para volverse completamente clara hacia el final, donde el registro vuelve todo resplandeciente. Afuera o adentro, entre lo que se puede ver y lo que no, tal vez entre lo que se arma en un sueño y entre lo que se vive, El auge del humano se presenta como la parte más densa de una fantasía compartida, imágenes que surgen de una excavación en la parte menos presente de una humanidad desapegada, aparentemente conectada al máximo pero que falla, constantemente, en la misión de encontrar el cyber perfecto, la próxima puerta para la fuga.
l propio Matías Piñeiro lo dirá de una manera algo más elegante (no podría ser de otra forma) algunas líneas más abajo asi que me permito iniciar estas notas con una idea robada pero no por ello menos cierta: si en Hermia y Helena se intuye la perfección de un sistema narrativo que se fue construyendo película a película es porque aquí Piñeiro decide jugarse por la variación inestable antes que por la cómoda seguridad de los logros ya conocidos. Ese acto de autoatacarse constantemente lo lleva a descubrir pequeñas minas de oro dentro de algo que parecía haber llegado a un cierto estado de culminación con La princesa de Francia pero que exhibe aquí la certeza de que todo lo que toca Piñeiro se vuelve, felizmente, cine. Todo funciona como una respuesta a lo ya visto, como si su método de trabajo consistiera en revisar todo lo anterior e ir proponiendo, cuál cuaderno borroneado, nuevas formas de presentar las mismas ideas. Es así: si La princesa de Francia arrancaba con un partido de fútbol que se volvía deseo coreografiado, Hermia y Helena también empezará desde una terraza desde la cual se verá un partido de fútbol. La diferencia en este caso será clarísima y supone, acaso, toda una declaración de principios del “toque Matías”: cuando el paneo de la cámara nos deje ver ese partido ya será demasiado tarde porque lo pasaremos de largo, centrándose mejor en lo que vendrá. No será la única vez que Piñeiro establezca este tipo de guiños que funcionan por la diferencia con el resto de su obra. Otro ejemplo: si Pablo Sigal y Romina Paula se peleaban en la película anterior, aquí se los muestra como una pareja a punto de ser padres. Así, la resonancia de las bombitas tienen límites variables, a veces estallan estruendosamente y otras, las más habituales, lo hacen de manera casi imperceptible. Sea como sea, Hermia y Helena cuenta con la virtud de saberse una película que va estallando a medida que la vemos, abriendo posibilidades de caminos en cada uno de sus planos. Ese juego interminable de variaciones y mutaciones encuentra en la duplicidad del relato un aliado ideal. Multiplicadas, las vidas de Carmen y Camila se entrecruzan o se suplantan: una siempre debe estar en el espacio que la otra abandona. Las distancias entre Nueva York y Buenos Aires se vuelven cortas, unidas a través de grandiosos fundidos que empiezan en los gigantes árboles de la avenida Pedro Goyena y terminan en los cables que cruzan el puente de Brooklyn. El tiempo del relato también sufre de la misma esquizofrenia. Entre los preparativos de la partida y las decisiones de la llegada, la presencia de Camila se bifurca y llegará un momento en el que directamente serán dos personas distintas porque entre una ciudad y la otra pasan cosas, se toman decisiones, se conoce gente, uno se puede enamorar o desenamorarse rápidamente y entre todo eso se aprende, se crece y se acierta y se pierde. “La vida es decepcionante” dirá un personaje en la escena final citando a la más famosa de las películas de Ozu. “¿Lo es?”, preguntará otro. La respuesta a esa pregunta se evidencia en la totalidad de Hermia y Helena y su obstinación por siempre ser diferente, moverse, jugar y cambiar. Me gusta pensarla como una película que se va haciendo sobre la marcha, que prueba cosas mientras sus personajes viven sus vidas, casi como si se tratara de una película abierta. Queda claro al leer la entrevista que le hicimos a Matías que esto no es así y que cada una de las decisiones tuvo un motivo muy pensado detrás. Esta bien, a mi me alcanza con tener esa sensación. No es algo menor en una película que empieza con una gracia única y que va, hacía el final, encontrando otro ritmo, algo más pausado, en el que quizás sea el momento más estrictamente dramático jamás filmado por Piñeiro. Incluso la presencia de Shakespeare se nota un tanto más invisible que en resto de sus películas. Si en las anteriores “shakespeareadas” la intervención del texto de forma oral se hacía constante y repetitiva, envolviendo las verdaderas intenciones de los personajes, aquí pasará a ser simplemente un punto de partida para entender qué hace Camila en Nueva York y de qué maneras se apropia de ese texto. Más que nunca, Shakespeare se vuelve una mera excusa para hacer que el relato se mantenga siempre en movimiento. Pero luego del movimiento viene la calma. Y también habrá un llanto, un sueño, un nacimiento y un cielo tormentoso que actúa de fondo ideal para que la temporada de los nuevos cambios se inicie. Tal vez en su más simple forma, Hermia y Helena no busca ser más que eso: una película de movimientos, de gente que va y viene y que se lleva en esas circulaciones constante todos sus deseos y sueños. Lo que consiguen y lo que pierden es acaso la misma razón por la que Piñeiro se empeña en filmar a estos personajes: él también va perdiendo lo que ya no le sirve y ganando, película a película, la experiencia de ir armando su propio cine mientras lo vive. Esta es la segunda vez que nos sentamos a charlar con Matías Piñeiro. La primera entrevista jamás fue publicada porque la tecnología nos jugó una mala pasada. Hermia y Helena se consagró muy tempranamente y con total unanimidad como nuestra película preferida del festival por lo que hablar con Matías se volvió casi una obligación. Esta vez vencimos a los problemas de grabación y aquí pueden leer lo que quedó de esa tarde marplatense entre películas.
Si toda película puede pensarse como la construcción de un posible hogar que sirva de refugio para la más variada combinación de personas y personajes, las vidas que Terence Davies viene poniendo bajo el techo de su cine forman una verdadera comunidad de resistentes y frágiles almas que escapan de los sendos destinos y mandatos que se les imponen. Él mismo ha utilizado su cine como un espacio de subsistencia, desde el cual se permite recordar con particular nostalgia esos tiempos definitivamente perdidos que formaron su manera de ver el mundo, evocativas visiones de una infancia nada feliz a la cual rememora desde la retaguardia de sus imágenes. Está ud sola en su rebelión, señorita Dickinson, le dirá la headmistress del colegio religioso del que termina huyendo, no por que la echen sino porque ella así lo desea. Sola, en el medio del inmenso espacio, entre la entrega a una vida sin pecados y otra de pura espera a la redención, Emily no tiene otra cosa que la sinceridad de sus sentimientos, y ahora mismo, ante la pregunta de la entrega o la renuncia, no podrá responder, impávida, otra que cosa que saberse ignorante porque ella “no siente nada”. Consecuentemente, en A quiet passion, su biopic en torno a la vida y obra de Emily Dickinson, estamos la mayor parte del tiempo dentro de los confines de un hogar. Se trata de la casa familiar de los Dickinson, en Amherst, Massachusetts, plena de dorada luz que entra por todas las ventanas pero lo suficientemente oscura y fría por las noches como para permitir que se vuelva el espacio ideal para que Emily escriba sus poemas (entre las tres de la mañana y el amanecer, tal su horario de escritura preferido). Lo interior, parte esencial de la vida de todo poeta que se precie de tal, encuentra en la película de Davies una predominancia absoluta. Y aquí esa interioridad se refleja en la intimidad de una vida adentro, que, a medida que la tragedia del vivir se imponga, indefectiblemente, sobre varios de los miembros de esta familia, la poeta se irá encerrando cada vez más y más, sabiendo, tal vez, que el confort de las palabras servirán para aplacar la incertidumbre y el dolor que la afligen. Cerca del inicio, se verá uno de los momentos más poderosos que Davies haya filmado. Sentados frente al fuego, la familia Dickinson se encuentra en silencio, cada uno atentos a sus tareas. La primera en tomar conciencia del silencio que los rodea es Emily, y en ella comienza un paneo circular que irá mostrando a cada en sus ensimismamientos y una sensación de finitud ineludible los atrapará. Davis comprende que un hogar es mucho más que una casa: es un espacio de recuerdos espectrales, una construcción hecha de memorias, una zona posible de introspección. Y cuando la cámara se ponga enfrente de los ojos llenos de lágrimas de la madre de Emily, sabremos que las cosas serán de esta manera y que lo interior hará todo lo posible por salir y dejarse ver en todo su doloroso esplendor. Pero lo importante es ver cómo ese interior se dispara hacia afuera. El retrato que Davis realiza de Dickinson contempla no solo su faceta como artista y verdadera observadora de su época sino que además la expone como una mujer de su tiempo. Al comentar la escena de la confesión en Madonna and child (1980), Davies habla de una diálogo entre de Jennifer Jones y William Holden en la película de Henry King Love is a many-splendored thing (1955): “las palabras no se escuchan, se sienten”. Quizás es esa misma idea la que intenta replicar cuando deja que varias de las poesías de Emily se escuchen en off, completas, en medio de varias escenas. Es un recurso perfecto porque no permite entrever, dentro de los límites de su propia percepción del mundo, la bisagra entre lo exterior y lo interior. El hecho y su consecuente expresión poética. Para Davies no hay escisión posible entre la persona y la artista, el peso de ser una se aplaca en la otra y viceversa. Sin embargo,cada vez que Emily habla, y tiene muchas cosas para decir, lo hace de una manera completamente opuesta a su escritura. Allí donde sus poesías se revelan como pequeños objetos, frágiles versos cortos que contienen en ellos miles de resonancias, su ánimo siempre dispuesto a enfrentar cada aspecto de su época que le molesta da muestra de una figura profundamente preocupada por modificar las imposiciones de su tiempo. Ya sea desde el enojo o la calma, las interacciones que sostiene con su hermano, su padre o un sacerdote del que se enamora, cruces donde las ideas sobre la religión, el lugar de la mujer y la ineludible llegada de la muerte exponen a una Dickinson inédita. Mi alma me pertenece, dirá luego de negarse a arrodillarse y orar. La carta de un editor que rechaza publicar sus poemas “porque teme que las mujeres no puedan crear tesoros literarios permanentes” o la pelea con su hermano por mostrarse impune ante el hecho de engañar a su esposa son tan solo dos ejemplos que desatan en ella sentimientos incontrolables. La amistad que entabla con Vryling Buffam, recientemente llegada a Massachusetts, las vuelve aliadas en el sentimiento de rebeldía hacia los mandatos y el pensamiento de decencia que toda dama debe llevar. Su hermana Vinnie será el tercer miembro de esta alianza y sobre ellas Davies pondrá en funcionamiento el que tal vez sea el hallazgo más sorprendente de A quiet passion: su desenfadado humor. A través de las ásperas observaciones que este trío femenino suscita en torno a cualquier tópico, Davies deja entrever otra faceta de Dickinson que tal vez nunca habríamos sospechado y de paso espanta todos los posibles fantasmas que harían de una biopic sobre Dickinson algo lo suficientemente solemne para acercarla más bien a algo similar a lo que Whit Stillman consiguió al adaptar a Jane Austen en Love and friendship (2016). Pero el sentimiento de ausencia será aún más poderoso y terminará por borrar cualquier tipo de luminosidad. Emily ve como todos en su vida paulatinamente la van dejando: su madre, su padre, su hermano, su amiga. El cambio la afecta y la lleva a dedicarse cada vez más a la producción de su obra, que, como ella, se vuelve siempre más secreta, críptica. El tiempo es un factor imposible de ignorar y Davies entiende cómo esto preocupa a su personaje, que se sabe mortal pero que intenta como sea lograr algún tipo de posteridad. Una de las primeras escenas mostrará cómo pasa el tiempo en el rostro de todos los personajes y lo hará utilizando un tipo de edición digital que nos permite ver la mutación en plano. La decisión de Davies es consecuente con el espíritu de que afecta a Dickinson: el tiempo es implacable y nunca para hasta al punto de hacer cambiar todo en un pestañeo. La belleza de la verdad. La poesía de lo conocido. Esas son las cosas que Emily encuentra en sus contemporáneos (Las hermanas Bronte, por ejemplo, a quienes no se cansa de recomendar y halagar), y eso mismo le responde a la mujer del sacerdote en una escena vital dentro de la película cuando ésta le pregunta que qué es lo que encuentra en toda esa melancolía. Veo, porque justo mientras escribo esto alguien lo postea en Facebook, que la universidad de Harvard subió entero el herbario personal de Emily, un cuaderno de tapa dura de un poco más de 70 páginas en donde se puede ver su colección de plantas. En cada página, cinco o seis especies de plantas, hojas o pétalos yacen pegados sobre el papel. Secas y sepias, los colores de las plantas se perdieron y ahora todos poseen la misma tonalidad. Un muestrario de pequeñas morfologías que aún resisten, que toman nuevas formas debido al paso del tiempo, que subsisten en la monotonía del olvido, generan ahora una enciclopedia de esqueletos, casi un cementerio botánico. Tramas que se enredan, algunas texturas que aún perduran y que invitan al deseo de tocar: una buena analogía de la figura de la poeta, cuyas palabras aún resuenan y lo seguirán haciendo. Quizás, finalmente, Davies no quiso construir en A quiet passion una casa para Emily (la suya ya era lo suficientemente fuerte), sino más bien revelarnos su propio herbario de Dickinson, un cuaderno de imágenes que contiene en cada uno de sus planos los rasgos de una personalidad y una obra avasallante, la arquitectura emocional de una mujer que tuvo que inventarse un mundo propio hecho de palabras que le sirviera de consuelo para poder sobrellevar el peso de esa luz que sale para todos.
Dos son las veces que la canción suena y en cada una de ellas algo sucede. Como la serpiente encantada que baila en trance por la música de su hipnotizador, el mantra en el que se transforma el Lust for life de Iggy Pop actúa como un catalizador para que todos los que la escuchen entren, simultáneamente, en ese estado mental que Michèle, su permanente dominatrix, maneja a la perfección. Se trata del arte de andar sin disfraz, con la careta caída o directamente destrozada, una conducta un tanto peligrosa de llevar entre personas demasiado habituadas a la cautela, a mostrar solo lo mínimo indispensable y a esconder bien los secretos bajo la alfombra. La primera vez en la que tal canción hace su aparición es en el contexto de una cena navideña que Michèle organiza en su casa, a la que todos los personajes de la película acuden. Bien vale la pena tomar asistencia a los invitados de la fiesta, simplemente para entender el grado de delirio de todo el asunto. Están su madre y su amante vividor por lo menos cuarenta años más jóven; su ex marido y su nueva novia, una joven profesora de yoga; su hijo y la novia de éste, recién convertidos en padres, por lo que también se suma a la cena su pequeño nieto, del cual Michèle sospecha que nada tiene que ver con su sangre. También asisten su mejor amiga y socia en la empresa de videojuegos que manejan y su marido, con quien Michele lleva años teniendo relaciones. Al círculo lo cierran los vecinos de Michèle, que viven justo enfrente de su casa, y por cuyo componente masculino ella ha desarrollado una pulsión voyeurista que dejará de ser puro deseo para transformarse en realidad (aunque sea una realidad buñueliana, siempre) cuando su pierna le toque el bulto por debajo de la mesa. Estos traerán a un integrante omnipresente a la reunión, la figura del Papa, cuyo discurso navideño se verá desde el televisor y oficiará de particular fondo para que la reunión, tensada ya hasta su límite, estalle en un costado cómico que se hará presente en varios momentos de la película. La segunda vez que la oímos es hacia el final del relato. Se trata de otro festejo: la celebración por la salida al mercado del nuevo videojuego en el que Michele y su equipo estuvieron trabajando. Cuando suena, Michèle baila. Verla bailar también es peligroso porque su seducción aquí es plena. Ya sabemos, porque fuimos testigos y casi cómplices de sus acciones, que no hay nada que pueda detenerla. Ella misma lo dirá en un momento de la película: “la vergüenza no es un sentimiento lo suficientemente poderoso como para detenerme”. Y si cuando minutos después de haber sido violada se pide sushi, no es para sorprenderse que después de confesarle a su amiga que se acuesta con su esposo se entregue enloquecidamente al baile. Para Michèle, la vida es una comedia de malentendidos en la que cada obstáculo que se le presenta le sirve como motor para alcanzar un grado más en su liberación total, tan solo meras excusas para lograr una catarsis que salpica a todos los que la rodean. Dos son también las veces en las que ese intruso entra en su casa y si en la primera puede realizar su cometido, en la segunda Michele le presentará batalla, volviendo difusos los límites entre la víctima y el victimario. Porque pronto sabremos que ella espera, ansiosa, el retorno de su violador, fantaseando incluso con el hecho repetidas veces. Armando así un perverso juego del gato y el ratón, Michele y su atacante entrarán en una relación que rápidamente establece sus propias reglas implícitas, siendo la más importante, acaso, la de nunca dejar en claro nada, sino más bien permitir y extender hasta lo impensado los márgenes en los que el placer se confunde con la violencia, el amor con el castigo y en el que nunca se sabe quién ataca a quien. Michèle es tan experta en el arte de jugar con el peligro que uno termina comprendiendo, a pesar de ese empleado ofuscado que todo el tiempo la enfrenta, por qué se dedica a la creación de videojuegos ultraviolentos. Quizás no le interese jugarlos en el plano de virtualidad porque prefiere el cuerpo a cuerpo real, donde las cosas de verdad duelen y sangran, sudan y escupen, donde la contienda tiene un peso específico que se siente a cada arrebato de violencia. Como la heroína de su juego, ella misma se declarará victoriosa en la batalla, de la que es capaz de tensar todo límite posible sabiendo que nunca debe caer en el error de considerarse víctima. Tal vez eso sea lo que más sorprenda a sus amigos cuando les confiesa que ha sido violada: que no llore, que no esté traumada, que no haga la denuncia. “Estoy bien”, les dice. Con eso les debería alcanzar para tranquilizarlos y seguir bebiendo mientras ella silenciosamente va armando la trama secreta del próximo nível que le tocará jugar. Oh… es el nombre original del libro en el que se basa la película de Verhoeven. A través de esa onomatopeya algo incierta, que no permite saber bien si se trata de una expresión de dolor o de placer, de incertidumbre o seguridad, o tal vez todo eso al mismo tiempo, queda bien marcado lo que será una de las claves del peculiar encanto que practica Verhoeven en Elle: la ambigüedad de su tono, que no pasa de la demencia a la cordura en cuestión de segundos porque ni siquiera se pregunta por un estado o el otro, ya que le queda mejor contenerlos a todos, hacer de los cuerpos el recipiente perfecto para unas mentes que buscan siempre la vía ideal hacia el camino de los placeres desconocidos. Casi como una respuesta a su última película del período norteamericano, Hollow Man (2000), donde los cuerpos se vacíaban de su materialidad y descubrían los placeres provenientes de la invisibilidad, en Elle los personajes solo accionan persiguiendo las pulsiones que la carne, explícita hasta lo visceral, les reclama y que explotan en simultáneas expresiones de violencia y deleite. No hay un solo plano en toda la película en el que Isabelle Huppert no logre expresar en sus gestos, en un trabajo tan sutil como abrumador, la gran cantidad de pensamientos que le recorren por la mente cada vez que se encuentra con aquellas personas que forman su pequeño mundo de atrocidades diarias, ya sea al lidiar con los empleados de su empresa, al visitar a su madre o encontrarse con los anónimos transeúntes que le arrojan basura castigandola por los traumas del pasado con los que ella ya bien supo lidiar y que no termina de comprender por qué el resto del mundo no se hace lo mismo. Hasta su gato, único testigo de la violación con la que irrumpe el relato, exhibe en su condición de felino un gesto de particular hastío por lo que ve, desinteresado acaso por las aventuras de su dueña, pero bien dispuesto a cazar a un despistado pájaro que choca contra la ventana, lo que demuestra que ese mito de que toda mascota se parece a su dueño bien se aplica en esta fantasía que Verhoeven filma con una curiosidad tan grande por sus personajes que jamás se vuelve recriminadora, sino que siempre buscar explorar, acompañándolos, todas las aristas de sus libertades. Aún revelando las miserias de todos aquellos que la rodean con una naturalidad que espanta, resulta claro que la búsqueda final de Michele y el resto de su círculo familiar responde únicamente a un claro imperativo: el amor ante cualquier cosa. Extraño parece llegar a esa conclusión luego de ver el camino que todos ellos realizan pero para Verhoeven este es el final que todos ellos se merecen, sin concesiones. Lo merece la vecina de Michele, quien al enterarse de las obsesiones de su esposo le agradece a Michele por “haberlo liberado”. Lo merece su mejor amiga, quien la perdona por destruir su matrimonio y termina más cerca a ella que nunca. Y por supuesto lo merece la propia Michele, quien termina, una vez más, venciendo a cualquier trauma y saliendo con extraña cordura y dignidad de entre los muertos.
Como aquel que domina al león con coraje, Kenneth Lonergan es un experto en el manejo de la perilla de intensidad emocional de su cine. Parte de lo más interesante de esa película tan inestable como sorprendente que es Margaret proviene de esas dosis heterogéneas de emociones varias que le inyecta a su protagonista, cuyos estados derivan fácilmente de la angustia adolescente a la histeria colectiva de vivir en una Nueva York post 9/11 que ha perdido los vínculos más vitales de la vida en comunidad. En un espacio convertido en tierra hostil, donde la amenaza colectiva incita a buscar víctimas y victimarios, Lonergan sube el volúmen de la emoción a nível casi ruido blanco, con un accidente filmado con palpitación gore, para bajar luego la distorsión a la calma acústica de una película de cámara, con confianza ciega en la construcción de ese mundo intimista que se quiere épico, sinfónico, abarcativo.
En la contemplación de esas pieles neones, brillosas en su mezcla de sudor y lágrimas, Moonlight hace del cuerpo un centro de irradiaciones que destellan en sus múltiples resonancias. En un camino entre el deseo que se reprime o aquel que se expulsa en incontenible violencia, que retumba entre la sexualidad de retaguardia en technicolor glitter de Kenneth Anger y el calor a flor de piel del Wong Kar-Wai de Happy Together, Barry Jenkins transforma al cuerpo de su protagonista en una trilogía de transfiguraciones por las que se expresan los diversos procedimientos mediante los que se busca ocultar al deseo de saberse distinto y no poderlo expresar. Pisando con deliberada cautela esa porción del infierno que le tocó en suerte, el pequeño Chiron solo busca hacerse de refugios posibles donde pueda escapar de los obstáculos cotidianos. En principio, de los ataques de sus compañeros de escuela pero principalmente de la sombra de su madre, de la que le será imposible esconderse. Solo encontrara una breve calma en la contención de Juan y su mujer Teresa, cuyos nombres bíblicos ya bien expresan su condición de ángeles guardianes de Chiron, dos presencias con las que no solo podrá contar durante su camino a la adolescencia sino en las que basará el resto de su vida, transformándose ya en su adultez en un reflejo viviente de Juan, su continuación inevitable, aún sabiendo que bajo ese disfraz ajeno no hace más que volver a esconderse, armando un nuevo refugio esta vez con su propio cuerpo que oculta entre esos músculos la verdadera condición de su ser, que late eternamente buscando la fisura por la que pueda explotar.
Dentro del subgénero nominado “mujeres inteligentes que trabajan para mandar gente al espacio o para evitar que nos maten los marcianos”, Hidden Figures apuesta por una serie de procedimientos que al team Arrival, tan preocupado por disfrazarse de cualquier otra cosa, seguramente le deben resultar bastante vergonzosos. Y es que Hidden Figures abraza su condición sin hacerse ningún tipo de reclamos. Podríamos decir incluso que es un producto típico de esta época del año, como lo son las frutas de estación o los programas de tv veraniegos. Una película de los Oscars, fácilmente reconocible y nada culpable de asumirse como tal. Si existieran todavía videoclubs bien podríamos colocarla en un estante que llevaría ese mismo nombre, “películas de los Oscars”, compartiendo espacio con otros grandes especímenes de esta misma raza, como pueden ser The King’s Speech, The Help o la más reciente The Imitation Game. Todas ellas aluden a la empatía con el espectador, a quien emocionan con sus historias de sacrificios y fracasos, de obstáculos y luchas, de sueños que se cumplen contra todo pronóstico. Hidden Figures asume la que tal vez sea la forma más común entre este tipo de cosecha, la biopic sin disfraz, la que empieza con la frase based on a true story y finaliza con el devenir de sus protagonistas una vez terminado el marco temporal que narra, puntuado a veces con fotos que confrontan la realidad con la ficción: todo un emblema de estilo. Así es como conocemos la historia de estas tres mujeres que en plena segregación terminan sobresaliendo como tres de las mentes más brillantes de la Nasa, cuyo trabajo fue fundamental para poner a los hombres a flotar en el espacio. Y aunque el guión se obstine en hacernos creer que una comunión entre blancos y negros era posible bajo el marco de la carrera espacial, sus hallazgos se encuentran en pequeños momentos de la cotidianeidad de estas tres mujeres, reveladoras escenas de vida donde la sombra amenazadora de “el gran tema” queda suspendida para tan solo dedicarse a observar las relaciones con sus hijos, sus madres, algún naciente amor que aparece y un pequeño baile en el que las preocupaciones se difuminan. Porque aquí el interés no es solamente lo que pasa cuando se tiene otro color de piel y se trabaja en la Nasa sino que a ese elemento se le suma la otra condición imposible de separar: la de ser mujer. En medio de un espacio que alcanza dimensiones hóstiles de machismo, donde hasta las propias mujeres blancas miran con cierto estupor que haya otras de su mismo género que quieran dedicarse a ser ingenieras, las decisiones de estos tres talentos hacen temblar lo terriblemente naturalizado de las posciones de poder que aquí se detentan. Porque a Sheldon no le importa que su contrincante en cuentas matemáticas sea negra sino que sea una mujer la que quiera firmar junto a su nombre las investigaciones. En su delimitación tan marcada, en la que tan a gusto se siente, Hidden Figures apela incluso a un elemento más que la convierte inmediatamente en una favorita del oficialismo académico: su agenda política conscientemente actual pero para nada agresiva, lo suficientemente correcta como para ablandar los corazones y al mismo tiempo no ofender a nadie. En una ceremonia que se intuye como el lado b de la del año pasado, a la queja del oscars so white se la suaviza en esta edición con tres películas que abarcan diversos tiempos en la vida de los afroamericanos. De Fences y Moonlight hablaremos más adelante pero no hace falta mucha observación para que se haga evidente que ninguna de esas dos películas puede quitarle el privilegio a Hidden Figures, la fruta más linda, que no necesita transformarse en un show de declamación insufrible ni ser demasiado arty para decir lo que tiene que decir. Si, probablemente nos olvidemos de ella en uno meses (no tiene siquiera una buena canción para que se nos pegue) y nos burlaremos de algunos de sus pasajes más ridículos (Kevin Costner en un momento dice “en la Nasa todos meamos del mismo color” o algo así) pero ahora me permito celebrarla porque si vamos a entrar en este juego de los Oscars son éstas las películas que mejor bailan este ritmo y algún tipo de respeto debemos tenerles por saberse tan poco importantes para el resto del mundo que no sean esos pocos agraciados que el domingo aplaudirán a sus pares, se reirán de algún chiste, cerrarán algún contrato y nos volveremos a encontrar nuevamente en unos meses, cuando la nueva cosecha ya esté madura.
Si un objetivo tienen en claro los dos hermanos es el de pagarles con la misma moneda a aquellos cuervos que esperan, impacientes, a que se den la cabeza contra el piso. Y a ese plan lo cumplen robando en esos bancos que les robaron todo a ellos simplemente para volver a poner todo su dinero bajo la protección de esas instituciones, como para darle un toque cínico a la acción de convertirse en unos Robin Hood en botas de cuero. Pero lo cierto es que ese plan, brillante en su gesto irónico, demuestra lo poco que entiende Mackenzie la moral del western. Aquí, el peso de lo ambiguo de sus acciones es cargado por Toby, quien quiere que todo se haga de la manera más limpia y amable posible, sin matar a nadie y tratando bien a los empleados. Que quede claro: él es una buena persona que hace algo malo por buenos motivos. La zona gris de sus actos queda deliberadamente fuera del conflicto, restándole una importancia que se intuye vital para entender las formas en las que en el mundo se desarrollan el bien y el mal, que, lo sabemos, nunca son tan inconfundibles, sino que más bien se mezclan, se chocan y se contradicen aún en las más excepcionales de las situaciones. La mesera a quien le deja doscientos dólares de propina lo comprende mejor que él.