“Feos, sucios y malos”
Una chica va a bares sola y simula estar borracha para que tipos se la lleven a sus casas. Una vez ahí, cuando empiezan a tocarla, ella deja de actuar y los confronta, los pone a prueba, los ajusticia. Los hombres que se le acercan son todos monstruos que, mejor o peor, tratan de justificarse a sí mismos y a sus actos, un hato de bestias merecedoras de un castigo ejemplar. La adrenalina de esta rutina nocturna parece hacerle más tolerable a Cassie su trabajo en una cafetería y la convivencia con los padres. Promising Young Woman debió haber sido una película de venganza femenina brutal, excesiva, desbordante, una fábula grotesca que exprime sus materiales, que los retuerce; un panfleto misándrico como los que el género dio en otras décadas. Pero el cine de hoy no está para esos trotes, mucho menos el de Hollywood. Así las cosas, PYW toma enseguida el camino del cuento moral: la justicia sanguinaria, la tortura, los planes, todo lo que la película promete al comienzo se esfuma y en su lugar queda apenas una moraleja correcta que debe explicar cada uno de sus movimientos. El relato avanza y se devela que Cassie presenció un hecho terrible; ahora resulta que la venganza ya no es solamente nocturna ni está dirigida contra tipos random sino contra la sociedad en su totalidad, hombres y mujeres, abogados y rectoras universitarias, todos testigos mudos o cómplices. Del género de venganza femenina no queda ni el olor. La puesta en escena es fría, aséptica y un poco canchera, menos por convicción que por imposibilidad, como si ese esquema le permitiera a la directora disimular un poco la falta de pulso para situar la cámara o filmar un diálogo. La película dice: no estoy mal hecha, soy distante.
De todas formas, la calidad no importa, lo que importa es el gesto que supone filmar y estrenar PYW, tanto para sus realizadores como para la industria. Hollywood atraviesa una de sus peores crisis: el cine de superhéroes se comió una buena parte de su oferta de media gama, los grandes directores están viejos (Eastwood) o ya no filman (De Palma), y la ola de corrección política que gana posiciones en el mundo, pero especialmente la cultura americana, impone cálculos (de género, de preferencias sexuales, de raza, de clase social) que destruyen cualquier proyecto que se corra de la esa norma. En ese panorama, Hollywood ya decidió que para sobrevivir debe surfear la ola, situarse a la cabeza, impartir sus preceptos desde las películas, ponerlos en boca de sus voceros, hacerlo circular en sus medios de comunicación. Por eso no importa la calidad PYW, no porque los realizadores no hayan querido filmar una buena película, sino porque eso no parece que fuera el objetivo: buena o mala, PYW se reduce al gesto que implica su existencia, al acto mismo de su enunciación. No es que la directora no entienda el género de venganza femenina, es que, al final, no es algo a tener en cuenta, el género solo sirve de plataforma para empezar a discursear.
Un síntoma de esto puede verse en lo que pasó con la crítica de Dennis Harvey publicada en Variety después del estreno de PYW en Sundance. En líneas generales, Harvey elogia la película y dice que Mulligan es una elección rara para el papel, que esa cazadora de hombres debió haber tenido algo más de femme fatale, que tal vez hubiera sido mejor que la interpretara Margot Robbie (productora de PYW). Mulligan, furiosa, entendió que el comentario afirmaba que ella no era hot enough para el personaje y acusó de sexism al crítico. Harvey se refirió a la figura de la femme fatale, a un verosímil, a un género: habló de cine (es su trabajo). La respuesta de Mulligan, en cambio, fue extracinematográfica, llevó el comentario hacia el terreno de la moral, que es el campo en el que las películas como PYW operan. No hace falta aclarar que Mulligan recibió el apoyo de la comunidad, los medios y de la propia Variety, que agregó a la crítica un texto editorial en el que la revista se disculpa con la actriz, lamenta el “lenguaje insensible” y los reparos acerca de su daring performance. Más allá de la canallada que supone esa reprimenda institucional (propia de la era de la cancel culture), lo significativo es que Variety tampoco habla de cine, no dice que Mulligan haya estado bien en el papel sino que lo suyo es daring; no que actúa bien sino que es valiente. Mulligan no parece haberse sentido ofendida con el comentario, tal vez porque, una vez más, la discusión nunca fue sobre cine.
Harvey, un crítico veterano, entendió las reglas del juego. Tiempo después, en una entrevista a The Guardian, le contestó a Mulligan explicando que su crítica no era sexista, que él nunca podría haber dicho o sugerido que Margot Robbie estaba hotter, que la misoginia de la que se lo acusa es algo “extraño a sus creencias”. Y que no es trumpista, por las dudas. En suma: “I’m a 60-year-old gay man. I don’t actually go around dwelling on the comparative hotnesses of young actresses, let alone writing about that”. La defensa (porque de eso se trató, de defenderse de todos, empezando por su propio medio) de Harvey es astuta porque traslada el gesto al espacio de discusión correcto. A una acusación de misoginia puede respondérsele sacando a relucir la orientación sexual propia: tal vez no gane la discusión pero la empata. Si Harvey hubiera contestado con argumentos cinematográficos (era su trabajo), le hubiera ido bastante peor en esa esgrima enloquecedora. De lo que se trata, entonces, es de comprender los términos en los que funciona la avanzada de la censura en Hollywood y sus espacios circundantes: no es en el cine sino por fuera, a su alrededor; las películas pueden no ser más que una excusa para vocinglear consignas y, al mismo tiempo, para blindarlas contra cualquier forma de disenso…