El la mesa del fondo de un bar, hay una mujer muy pasada de alcohol. No puede sostener la cabeza, está a punto de derrumbarse cuando un hombre, que la estuvo observando junto a sus amigos, se le acerca. La ayuda a salir, la lleva a su casa y se dispone a violarla mientras ella, semiinconsciente, apenas parece darse cuenta de lo que pasa. Pero cuando la violación se está por consumar, sorpresa: resulta que ella no está nada borracha. Completamente lúcida de pronto, actuó para cazar a su presa, como una calculadora máquina de justicia solitaria contra tipos violentos. Una femme fatale dedicada a la venganza.
Ella es Cassandra (la inglesa Carey Mulligan, a la que también pudimos ver este año en la interesante The Dig), que va a cumplir 30 pero vive con los padres y no parece tener más ambiciones que trabajar en un café. De día, una “chica” dulce y fresca; de noche, adopta diferentes personalidades, con outfits muy sofisticados que produce para salir de caza, utilizando el método descripto arriba. Sus padres no sospechan nada, pero están inquietos por la demora en despegar de su hija única. Que ya no es una chica, claro, interpretada por una actriz de 35 años. ¿Inverosímil, quizás?
Pero Cassandra cumple una función porque tiene un motivo, que conoceremos pronto. Una razón por la que la prometedora joven, que era una luz en la carrera de medicina, lo dejó todo de un día para otro. Pero su catarsis, que evoca el subgénero de rape & revenge (violación y venganza), cuenta con el el cálculo y la distancia de quien no fue víctima directa. También tiene un motivo la directora debutante, la actriz Emerald Fennell, que en tiempos de #MeToo propone esta especie especie de sátira negra, inclasificable mezcla de todo, para exponer a los machirulos. Es el balance que dejará en su último y humillante acto.
Hermosa venganza es una película antihombres, burdamente misándrica. Sin espacio para la sutileza, y finalmente sin criterio acerca de las reglas del juego que propone. Todos los hombres son pervertidos, malos y estúpidos por naturaleza, animaloide. En el guión la regla es lo pendular, que muchos han leído como una audacia innovadora: si la protagonista es una justiciera heroica o una loca suelta, si estamos frente a una comedia negra o a un thriller siniestro, si va en serio o en broma.
Fennell hace un patchwork, una sumatoria de tonos, desde la comedia romántica, cuando Cassandra se pone de novia, a la violencia desatada con niveles de truculencia gratuitos. De esos de impacto fácil: así cualquiera patea las conciencias patriarcales. Como una máquina de frustrar expectativas, la historia propone comedia negra, pero no divierte; drama, pero no conmueve. Y como mazazo contra el machismo, el desarrollo es todo menos agudo.
En la puesta, hay algunas ideas interesantes, un juego con los tonos pasteles de interiores y vestuarios, con los encuadres centrados y algún chiste, quizá con ánimo transgresor, de videoclip, con Cassandra vestida de enfermera sexy al ritmo de una versión instrumental del Toxic de Britney.
Pero si Fennell consigue generar cierta intriga acerca de la verdad y el destino de su personaje, el ambicioso juego con las expectativas, los tonos y géneros “subvertidos”, pronto lo empantana. En la búsqueda de provocar desconcierto, cae en área del ridículo irrecuperable, con el espectador preguntándose, irritado, qué diablos es esto. Sobre todo en el tramo final.
Porque enfrentar el ridículo puede ser un riesgo interesante a tomar, incluso (o más) cuando se habla de temas tan serios. Pero Fennel ni siquiera confía en la ambigüedad posible, sino que irá alternando, entre secuencias de gusto cada vez más deplorable, explicación tras explicación. Que una película tan extraviada, o en todo caso menor, sea favorita al Oscar, parece dejar claro que ya no se trata de cine, sino de congraciarse con los tiempos que corren. El cine de agenda.