Nomás comenzada la película, lo primero que impacta en las retinas del espectador son las luces de dos pequeñas bolas de discoteca que, incesantes, no paran de moverse. También, a la par de las esferas, dos muñecos, que forman parte del mismo dispositivo y que parecen estar sacados de algún anime, se mueven sin descanso. Enfrentadas, las figuras avanzan para encontrarse y darse un beso en la boca, luego retroceden y, motivadas por sus engranajes, vuelven a realizar la misma acción.
Este primer plano del aparato en conjunción con la música incidental provocan un efecto ambivalente: el placer de vivenciar tal estímulo audiovisual y la enajenación sistémica ocasionada por la mecánica repetitiva del dispositivo. La sugerente duplicidad nos obliga a compenetrarnos en la pantalla, pero, en un momento, esta hipnosis desaparece porque entre la cámara y el objeto se interpone algo. Eso que no sabemos qué es se descubre cuando se abre el plano mediante un zoom out.
Vemos a alguien que se está quitando el jean y las zapatillas. Es Mariano, el protagonista de “Heterofobia”, que se desnuda y se acuesta en la cama para masturbarse.
Sin embargo, la onírica benevolencia del goce erótico es mitigada por la irrupción de imágenes sobreimpresas y voces en off que comienzan a narrar con una solemnidad implacable la desdicha de Mariano. Las palabras que escuchamos, solventes y sin prisa, nos sitúan en una reunión que tiene el protagonista con un amigo heterosexual. Mientras la televisión está prendida y puesta en un canal en el que se anuncia la segunda asunción de Cristina Fernández de Kirchner como presidente, ellos tienen una charla sobre el Frente para la Victoria. No es anecdótico (dentro de la ficción de la película) que el amigo de Mariano comente que a ese gobierno hay que apoyarlo con el cuerpo, porque después, sentados en la cama, la pulsión sexual de ambos los lleva tener sexo, y, aunque Mariano deseaba que sucediera, esto desemboca en algo que él, ni nadie, tiene previsto: ser violado por su amigo. Se observa una relación de dos, donde uno ostenta el poder y otro que es sometido.
De ahí en más, “Heterofobia” se convierte en un espectáculo visual de imágenes revestidas con colores vivos y oscuros, que, tanto en tanto, se sobreimprimen con el torso de una(s) persona(s) tocando con la guitarra lo que sería la música diegética. El motor narrativo descripto lleva a Mariano, que, tras el despreciable y humillante episodio de la violación, se enamora de su amigo, a seguir su confundido corazón y buscar el amor donde no corresponde. A la larga, su frustración se transforma en rencor y odio hacia la organización patriarcal impuesta en el mundo.
La estética de la película se sumerge en la retórica de una imagen sucia, a veces casi imposible de seguir porque no se puede ver lo que pasa con nitidez. Aun así, ese “defecto” es funcional al relato y al estado emocional y mental de Mariano. Y si las voces en off que filosofan y cuentan los hechos en tercera persona pueden ser tomadas como agentes externos al protagonista, las imágenes deben considerarse como el punto de vista de él.
En “Heterofobia” la luz no se reverbera y para verla es necesario meterse en sus entrañas.