En un pueblo rural, de algún rincón de la Argentina, vive Ariel (Wall Javier), un adolescente homosexual enamorado de Omar (Germán Tarantino), un cura pederasta del colegio religioso de la zona. Este último le pide un tiempo a su joven amante, quien, luego de esta decepción amorosa, busca donde satisfacer su ardiente deseo. En esta película se tocan varias aristas como la (homo)sexualidad, el deseo, el hermetismo machista y arcaico de la sociedad rural, los curas abusadores y el encubrimiento de la Iglesia sobre sus actos. La alquimia de Campusano funde las diversas temáticas en una amalgama vivaz y estimulante para el espectador. Si en “Vil Romance” se retrata, en un ambiente urbano, la relación entre un adolescente y un adulto, Roberto (Nehuén Zapata) y Raúl (Oscar Génova), respectivamente, con un estilo poético brutal y una estética rústica, en “Hombres de piel dura” se visualiza una variación en dichas formas. Se nota como el montaje y los planos evolucionaron de una película a otra. La experiencia obtenida por Campusano a lo largo de su filmografía y su oficio convierten a la cámara en un narrador más locuaz. Sin embargo, su estilo, aunque más depurado y estilizado, sigue teniendo esa sordidez mundana. Ariel padece su vida en el campo, tiene que ocultar su homosexualidad ante la gente del pueblo que rechaza a las personas con su “condición” e, incluso, a su padre, que al enterarse de esto lo lleva a un prostíbulo para que “cambie” y solo consigue humillarlo. Si bien el espacio en el que se mueve es abierto y tiene libertad para ir a donde quiera, se percibe la opresión que tiene que soportar a diario. Esta situación hace que Ariel reprima su sexualidad ante la vista de todos, pero, como su deseo es tan visceral, termina teniendo arranques pasionales ante los hombres que alimentan su fuego interior. Ahora, si hablamos de derroteros sexuales, Omar no puede estar exento. Su espíritu se doblega ante el deseo pecaminoso que le incitan los cuerpos púberes. Sabe que su ansia por la carne no está bien y, aun así, no puede hacer nada para evitarlo. Él, en contraste con Ariel, representa la sexualidad corrompida que solo busca, alejado de toda pasión, saciar el placer que le brindan los jóvenes. Campusano filma, sin miramientos, historias de una crudeza insoslayable y, como no podía ser de otra manera, “Hombres de piel dura” no es la excepción.
¿Cuántos de nosotros al dejar la bolsa de basura en el depósito del edificio o en la calle se desentienden de la misma y no somos capaces de separar lo que es reciclable de lo que no? Este cuestionamiento es menos una crítica culpabilizadora que un planteo para (re)pensar y (re)ver la contaminación producida por la inmensa cantidad de residuos que terminan en los basurales. “Nueva Mente” es un documental que observa con sensibilidad dos situaciones paralelas y complementarias: una es la falta de regulaciones y pautas del Estado para un mejor manejo de la basura y así poder evitar, como corresponde, la contaminación ambiental. La otra, no menos importante y principal relato del largometraje, es la de los vecinos de José León Suárez que, a fines del siglo XX, gracias a la crisis económica propiciada por el menemato, cirujeaban para buscar comida en las montañas de basura del Ceamse y que, tras largos años de esfuerzo, lograron instalar la Cooperativa Bella Flor, una planta de reciclado, y generar puestos laborales remunerados . Ante la falta de trabajo y oportunidades, los propios protagonistas se enorgullecen de ser cirujas. Ellos le quitan toda carga peyorativa al término, su actividad les permite, además de cuidar el medioambiente, alimentar a sus familias y vivir con dignidad. Como el director se apoya en las vivencias y la forma de ver el mundo de los vecinos de la localidad bonaerense, el relato asienta sus posturas y fortalece, con certeza, su actividad en la cooperativa como un oficio. No por nada los llaman recicladores de basura. En el documental se indica que el ciruja comenzó su actividad a principios del siglo XX. Esto denota la pobreza de ciertos sectores del pueblo argentino y la incapacidad y/o desinterés de los gobiernos para resolver la situación. Sin embargo, la otra cara de la moneda, la cooperativa, permite vislumbrar una solución que con el tiempo resuelva esta problemática. La cantidad abismal de basura que vemos en el largometraje provoca, como un acto reflejo, que nuestras fosas nasales se impregnen con su olor y que nuestras manos se sientan sucias. Sin ser una de esas películas 3D o 4D, cuyo único interés es seducir las retina del espectador, “Nueva Mente” logra ir más allá: estimular los sentidos. La solidaridad y la empatía son marcas particulares de este documental que resalta, ante todo, la fuerza que puede adquirir un movimiento colectivo frente a las adversidades.
El impacto ambiental que provoca la acción del ser humano en el planeta no es algo nuevo, hace ya bastante tiempo que se trata y en la actualidad está más latente que nunca. El documental nuclea en su premisa el desfase medioambiental que provoca el hombre en la Isla Grande de Tierra del Fuego, más precisamente en la provincia argentina de Tierra del Fuego, al no controlar la población canina. Los perros abandonados en las ciudades se convierten en jaurías que, tarde o temprano, se movilizan, de forma temporal o permanente, a las zonas rurales para cazar y alimentarse de animales, en especial de las ovejas que crían los estancieros para comercializar su lana. Si bien el relato en “Perros del fin del mundo” está abocado a contar cómo se introdujeron a los ovinos en Tierra del Fuego, la explotación de su lana para vender al exterior y la falta de control sobre los perros que atacan y/o matan ovejas, el punto de vista carece de aristas: se le da mucho protagonismo a los estancieros y en menor medida a veterinarios y/o especialistas en la materia. Esto da un resabio de quejido capitalista y termina diluyendo la cuestión ambiental. Ahora, en cada testimonio, directa o indirectamente, se manifiesta que ante esta problemática el gobierno provincial está ausente y no hace o propone nada. Dickinson se empeña tanto para dejarlo en claro que resulta llamativo no oír las palabras de algún funcionario público. Sin embargo, esto es más un acierto que un error porque en el armado del largometraje se busca, a propósito, establecer al gobierno como un ente abstracto que linda en algún lugar de los márgenes del fuera de campo. Aunque en “Perros del fin del mundo” el cauce son los testimonios, los sedimentos son las imágenes que se capturan gracias a la excelente fotografía. Pasamos de ser voyeristas gore -al ver corderos u ovejas muertas y mutiladas por las mordeduras de algún perro- a turistas desprejuiciados que solo les interesa observar la inmanente belleza del paisaje rural y el semblante gris del ambiente urbano. El aspecto visual permite al espectador, por sí solo, sacar conclusiones sin necesidad de asentir todo lo que nos dicen. En fin, estamos ante un documental redondo en lo estético cuya contundencia se diluye en el relato, pero que es imposible obviar por su cualidad educativa.
Iniciado el documental nos detallan, en un mapa de la la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que el norte y el sur están divididos por la Avenida Rivadavia, y que, aparte de ser dos polos geográficos opuestos, también representan una división económico-social entre los que más tienen, los del norte, y los que menos tienen, los del sur. Este segmento, que auspicia de prólogo, nos informa que en el barrio de Lugano, una de las zonas más pobres de la ciudad, se filmó a un curso de cuarto año, de la secundaria “Manuel Mujica Láinez”, mientras realizaban un taller sobre cómo ellos ven a su barrio. Es manifiesta la intención de poner en jaque al infame y discriminador inconsciente colectivo, que nos hace mirar de reojo a aquel que vista ropa deportiva y use jerga diferente a la de uno. Peor, y lastimoso, es que haya quienes lo practiquen de forma consciente. Sin embargo, en “La escuela contra el margen” poco importa lo que piensen los de afuera, acá los protagonistas son los chicos que frente a la lente se exponen y nos enseñan su cotidianeidad. Uno de los momentos más reveladores es la lectura en clase de un texto de “La garganta Poderosa”, una conocida revista de cultura villera, que se manifiesta en contra la cosificación de la pobreza, el resolver la inseguridad con el despliegue de más fuerzas policiales, y sentencia con aplomo “que nos chupen bien la chota”, si para estar mejor tienen que ser obsecuentes con los que están en el poder. Cuando la profesora pregunta sobre el texto, los chicos remarcan el insulto. En ese momento se genera un debate entre dos compañeras, una dice que le parece chocante leerlo y que es una grosería, la otra retruca dándole a entender que es algo intencional, un comentario adrede, para nada vergonzoso, que manifiesta su idiosincrasia. Los directores logran un trabajo cuya destreza y sensibilidad permite que las actitudes y comentarios de los alumnos, que se gestan dentro de las paredes de la escuela, nos transporten a la calles de su barrio. Así se nos obliga subrepticiamente a quitarnos el velo para conocerlos a ellos y a nosotros mismos.
Estamos ante un largometraje de bajo presupuesto, uno de esos de clase B de género de terror que, en cuanto temática, tiene un fuerte guiño a la “Piel que habito” (2011) de Pedro Almodóvar: Olga (Romina Richi) es una cirujana feminista embarazada que secuestra a Horacio (Emiliano Díaz), un empresario extremadamente machista y manipulador que usa a las mujeres, y cuyo fetiche sexual son las encintadas. La protagonista nos hace acordar a un gran número de científicos locos que han pasado por la pantalla grande –Seth Brundel (Jeff Goldblum) en “La mosca” (1986); Herbert West (Jeffrey Combs) en “Re-animator” (1985); Rotwang (Rudolf Klein-RoggeI) en “Metropolis” (1927); entre tantos otros-, pero es con Robert Ledgard (Antonio Banderas), el cirujano plástico de la película del español con quien la podemos identificar. Ellos buscan por medio de una operación cambiar el sexo de sus “pacientes”. Él para vengarse de Vicente tras el incidente que tuvo con su hija y ella para escarmentar a Horacio de su ulcerante machismo. ¿Cómo llega “Lucy en el infierno” a esta situación? No hay nada rebuscado en el inicio de la película. Los protagonistas planifican una salida para conocerse, él la pasa a buscar a ella en algún punto perdido del Gran Buenos Aires y hacen un picnic. Es en esa circunstancia donde Olga conoce las intenciones sexuales de su cita, aunque más tarde nos enteraríamos que ya lo tenía todo planeado: se vengaría por todas las chicas que fueron usadas por él, practicándole una cirugía de cambio de sexo ¿El fin? Que este mal hombre sepa lo que es ser mujer y, sobretodo, aprenda a respetarlas. El relato lleva y “obliga forzosamente” al espectador a detestar al protagonista por su conducta repelente. El problema tras el secuestro y la operación -biológica y simbólicamente violenta al poder Olga manipular el cuerpo del otro a su antojo- es que los minutos posteriores no captan nuestra atención, no podemos sentir empatía por Horacio ni miedo o desaprobación por lo que hizo su captora. El grotesco que aflora en esta película de terror con instantes de comedia negra es de un tono cándido, casi naif. Aguilar quiere marcar al machismo como algo negativo, sin embargo, a la hora de señalar los gustos de las mujeres cae en los estereotipos impuestos por el patriarcado: usar vestido, ser coquetas y educadas, preocuparse por la limpieza y jugar con muñecas. Con el 8M que lucha por la igualdad de derechos para las mujeres, y sin olvidar las consignas del “Ni una menos” y el “Me too”, podemos ver cómo falla la idea de este largometraje y sigue encarnando los ideales de la sociedad machista.
Todo padre desea que la escuela tenga un ámbito propicio para el aprendizaje de su hijo. No solo les importa que adquieran conocimientos, sino también valores. El documental pone bajo la lupa la experiencia de tres madres que, en diferentes países, envían a sus hijos al primer grado de la educación primaria. El trío está compuesto por la directora, Mariana Lifschitz, quien vive en Argentina, Agustina Lagomarsino y Caroline Behague, quienes viven en Finlandia y Francia, respectivamente. Entre ellas se van desarrollando interrogantes sobre la interacción que tienen con sus hijos, la enseñanza que se les da a ellos en las instituciones educativas y cómo éstas desarrollan sus actividades diarias. Aparte, la realizadora recorre escuelas públicas y privadas, en la Ciudad y la provincia de Buenos Aires, preguntándoles a los padres sobre las decisiones que toman a la hora de elegir un colegio, y a docentes y directivos sobre la realidad que atraviesan las instituciones. El eje principal que da sentido a “Primer grado en tres países” son las charlas que mantienen las tres madres, primero mediante Skype y, posteriormente, cara a cara. Lo interesante de estas conversaciones, sostenidas a lo largo de la película, son las dudas que tienen sobre el sistema educativo del país en el que residen. Muchas veces, cuando dan afirmaciones sin seguridad o dicen no saber de lo que hablan, se puede advertir que tienden a incurrir en la famosa opinología que pulula por la televisión argentina. Sin embargo, esa incertidumbre nos adentra en la experiencia que busca Lifschitz, no la de averiguar respuestas cuantitativas, datos duros, sobre la educación, sino la de encontrar una resolución sobre cómo encauzar el futuro de sus hijos con más seguridad que con miedos. Uno de los puntos fuertes del documental es el amplio contraste de la cotidianeidad de los chicos en la escuela y su vida social: Después de que Lagomarsino explica que en los colegios finlandeses se les pide a los padres que enseñen a sus hijos a vestirse, ya que tardarían mucho a la hora de salir, la siguiente secuencia nos muestra cómo Lifschitz trata de levantar y vestir a su hijo que está completamente dormido. Sin querer confrontar las diferentes realidades, estos pasajes refuerzan la intención de la directora para mostrar cómo la educación afecta, directa o indirectamente, la vida familiar. Otro punto álgido a destacar es lo opuestas que son a nivel institucional las escuelas privadas y públicas en la Argentina: Mientras que en la entrevista a un cuerpo de directivos y docentes de un colegio pago de Colegiales se hace una venta descarada de lo que ofrece, dando a entender su exclusividad, una directora de una escuela estatal de Barracas señala que ésta está abierta, y brinda oportunidades, para todos. En “Primer grado en tres países” no vamos a encontrar respuestas salomónicas sobre cómo mejorar el sistema educativo, pero sí la calidez humana que proviene de la familia y la escuela.
¿Quién puede presumir saber sobre el amor? Y… Habrá quienes sean más experimentados que otros, pero de lo que sí estamos seguros es que las dos parejas de esta película italiana no. El director, Sergio Rubini, protagoniza este largometraje dándole vida a Vanni, un escritor que vive con Linda (Isabella Ragonese), su pareja, quien lo ayuda subrepticiamente a redactar sus libros en un departamento alquilado en el centro de Roma. Una noche en la que tenían un compromiso, debían reunirse en una exposición de arte con el editor de Vanni, Constanza (Maria Pia Calzone), un amiga en común, va a su casa para contarles que Alfredo (Fabrizio Bentivoglio), su marido, la está engañando con otra y les muestra su prueba, unas conversaciones de whatsapp -los celulares son las cajas de Pandora del siglo XXI-. Este matrimonio, mayor en edad, se instalará en el domicilio de los protagonistas solo con el fin de injuriar al otro y desprenderse de todas las miserias que acumularon a lo largo de los años. En los papeles la propuesta es interesante e ingeniosa: reunir a dos parejas de diversas clases sociales, políticas y culturales que, a lo largo de la película, debaten sobre las (in)fidelidades, modos de vida, logros y sus fracasos. Ahora, todo esto se convierte en una verborrea de diatribas estridentes cuyo veneno provoca somnolencia en el espectador de turno. Los diálogos se resuelven de forma redundante, se reiteran incansablemente las actitudes, aptitudes y simpatías que tienen unos y otros para subrayar adrede el discurso. El gorgoteo constante de las palabras encerradas en un espacio reducido provocan asfixia, sensación que busca, sin duda, Rubini. Pero, el efecto que germina en quien ve esta película no es el de la reflexión, sino, más bien, el del distanciamiento. Esto, claro, es más por el tormento psicológico que generan los gritos que por el rechazo hacia alguno de los personajes. La puesta en escena teatral tampoco ayuda, no permite que la película se desarrolle con fluidez y naturalidad. Al estar tan pendiente de lo que se habla, la cámara pierde movilidad y se estanca por momentos generando una sensación de saciedad visual. Rubini con este material pudo haber realizado una bomba de relojería para que detonara y dejara electrizados a los de los espectadores. Sin embargo, asistimos a un coctel que de explosivo no tiene nada: es un registro de nervios, irritaciones y gritos rabiosos, que lo único que quiere uno es que se termine. ¿Algo que destacar? ¡Sí! Vanni y Linda al atender el portero eléctrico hacen un gesto similar al de “mama Cora”, un personaje icónico de Antonio Gasalla, porque no pueden escuchar por el auricular.
Nomás comenzada la película, lo primero que impacta en las retinas del espectador son las luces de dos pequeñas bolas de discoteca que, incesantes, no paran de moverse. También, a la par de las esferas, dos muñecos, que forman parte del mismo dispositivo y que parecen estar sacados de algún anime, se mueven sin descanso. Enfrentadas, las figuras avanzan para encontrarse y darse un beso en la boca, luego retroceden y, motivadas por sus engranajes, vuelven a realizar la misma acción. Este primer plano del aparato en conjunción con la música incidental provocan un efecto ambivalente: el placer de vivenciar tal estímulo audiovisual y la enajenación sistémica ocasionada por la mecánica repetitiva del dispositivo. La sugerente duplicidad nos obliga a compenetrarnos en la pantalla, pero, en un momento, esta hipnosis desaparece porque entre la cámara y el objeto se interpone algo. Eso que no sabemos qué es se descubre cuando se abre el plano mediante un zoom out. Vemos a alguien que se está quitando el jean y las zapatillas. Es Mariano, el protagonista de “Heterofobia”, que se desnuda y se acuesta en la cama para masturbarse. Sin embargo, la onírica benevolencia del goce erótico es mitigada por la irrupción de imágenes sobreimpresas y voces en off que comienzan a narrar con una solemnidad implacable la desdicha de Mariano. Las palabras que escuchamos, solventes y sin prisa, nos sitúan en una reunión que tiene el protagonista con un amigo heterosexual. Mientras la televisión está prendida y puesta en un canal en el que se anuncia la segunda asunción de Cristina Fernández de Kirchner como presidente, ellos tienen una charla sobre el Frente para la Victoria. No es anecdótico (dentro de la ficción de la película) que el amigo de Mariano comente que a ese gobierno hay que apoyarlo con el cuerpo, porque después, sentados en la cama, la pulsión sexual de ambos los lleva tener sexo, y, aunque Mariano deseaba que sucediera, esto desemboca en algo que él, ni nadie, tiene previsto: ser violado por su amigo. Se observa una relación de dos, donde uno ostenta el poder y otro que es sometido. De ahí en más, “Heterofobia” se convierte en un espectáculo visual de imágenes revestidas con colores vivos y oscuros, que, tanto en tanto, se sobreimprimen con el torso de una(s) persona(s) tocando con la guitarra lo que sería la música diegética. El motor narrativo descripto lleva a Mariano, que, tras el despreciable y humillante episodio de la violación, se enamora de su amigo, a seguir su confundido corazón y buscar el amor donde no corresponde. A la larga, su frustración se transforma en rencor y odio hacia la organización patriarcal impuesta en el mundo. La estética de la película se sumerge en la retórica de una imagen sucia, a veces casi imposible de seguir porque no se puede ver lo que pasa con nitidez. Aun así, ese “defecto” es funcional al relato y al estado emocional y mental de Mariano. Y si las voces en off que filosofan y cuentan los hechos en tercera persona pueden ser tomadas como agentes externos al protagonista, las imágenes deben considerarse como el punto de vista de él. En “Heterofobia” la luz no se reverbera y para verla es necesario meterse en sus entrañas.
El documental, cuya filmación data del 2008, casi no sale a la luz por el destino incierto de uno de los integrantes de la expedición al Dhaulagiri, una de las tantas montañas que conforman la cordillera del Himalaya, ubicada en Nepal: Darío Bracali, quien fuera jefe de la expedición y fundador con Glass, el realizador, de la productora audiovisual Arista Sur, desapareció al subir, en solitario, a su cumbre. Lo que suponía ser una aventura para cuatro amigos apasionados y unidos por el montañismo -Glass, Bracali, Sebastián Cura y Christian Vitry- terminó en tragedia. El largometraje está construido como si fuera un diario de viaje -el texto impreso en las imágenes que señala los días transcurridos, los metros subidos y/o escalados- y, apartándose de los datos duros, también funciona como un relato intimista que (re)busca, con los testimonios de sus protagonistas, darle un significado al montañismo y el porqué de lo sucedido. Si bien el relato tiene una narración que se ramifica de forma objetiva y subjetiva, la esencia del documental está ligada -anclada, diría- a las películas de montaña (bergfilme). Este género cinematográfico se originó en Alemania en los años veinte, su auge continuó en la década del treinta, sin embargo, la producción de estas películas cesó antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Las bergfilme se enfocan en el alpinismo y toman del romanticismo alemán la concepción de la naturaleza como un personaje más dentro de la trama. Esta idea ponía sobre el tablero la disputa entre la fuerza del hombre y la fuerza de los elementos: el hombre que busca superar los límites impuestos por la naturaleza. Arnold Fanck (“Der heilige Berg”, “Die Weiße Hölle vom Piz Palü”), alpinista y fotógrafo, uno de los pioneros del género, buscaba la fotogenia y lo sublime de las montañas al filmarlas, a costa de afectar la narración. Para el alemán Thomas Elsaesser, historiador de cine, en las películas de Fanck hay “dos clases de energía”: la que se gesta por la naturaleza, la elemental, y la creada por el hombre, la tecnología. Esta conjunción permite imbuir a cada una de estas “energías” con la otra: la tecnología recibe lo sublime de las montañas y éstas la estética que les otorgan los aparatos técnicos. Sigfried Kracauer, otro alemán estudioso del cine, sostuvo que las bergfilme estaban emparentadas con el ideario fascista del nacionalsocialismo alemán: el hombre ario que, con su fortaleza y valentía, luchaba contra la naturaleza para llegar a cumbres imposibles. La intención no es equiparar el documental de Glass y Barbaruk con el idealismo nazi, sino, en tal caso, evidenciar que hay estéticas y formas que se siguen manifestando a pesar del paso del tiempo. A lo largo del film se vislumbra, de parte de los integrantes de la expedición, el deseo de mancomunarse con el Dhaulagiri. La recurrencia de este discurso insufla de “vida” a la montaña y genera empatía en el espectador porque, aún sabiendo de antemano el destino de Darío, queremos, y tenemos la esperanza, que descienda el Dhaulagiri como el resto de sus amigos. Por otra parte, se da esa “rivalidad” entre el hombre y la naturaleza, y podemos sacar en limpio que con los elementos no se juega. El tono triste del comienzo va mutando a un tono más “alegre”, de aceptación: las heridas emocionales todavía no se cauterizaron pero Glass, Cura y Vitry pudieron quitarse el sinsabor de aquella experiencia
Un espectáculo itinerante como el circo lucha, como nunca, en la actualidad, por su supervivencia. Es una actividad que a lo largo de los años ha ido perdiendo adeptos, salvo si vamos a los casos de circos de renombre internacional -Cirque du Soleil o el circo chino de Chengdu, por dar algún ejemplo-, y claro, ese es otro cantar… Y si hablamos de otros casos excepcionales, el segundo documental de la chilena Lorena Giachino registra el detrás de bambalinas del Circo Timoteo, uno de los más populares y particulares en la historia del país trasandino, fundado en 1968. El gran mérito de la película es poder hurgar, sin apelar al amarillismo o a un desdén discriminador, sobre la salud de su creador, René Valdés (Timoteo), y el espectáculo que allí llevan a cabo transformistas homosexuales. Es posible que al público argentino le cueste sentirse atraído por una propuesta que resulte ajena a su cultura, pero, y quiero enfatizar esto, no por tratarse de artistas cuya procedencia desconocemos es motivo suficiente para darle la espalda a esta u otra película con similares cánones. Pero no nos engañemos, en Argentina, por lo general, no hay una gran atracción por los productos audiovisuales autóctonos, y estos aunque cuenten con una fuerte campaña publicitaria o la participación de actores de renombre no tienen el éxito asegurado en la taquilla. ¿Por qué sucede esto? El problema surge por la avidez del espectador argentino para consumir, gracias al costumbrismo generado por el capitalismo globalizante, productos audiovisuales norteamericanos -léase Hollywood, series de televisión o webs que ofrecen videos en demanda como Netflix-. Que quede claro: no rechazo los productos que vienen del hemisferio norte, ni niego que el público argentino los consuma. No. No me opongo, ni tampoco aliento a la prohibición de su visionado ¿Quién soy yo para pedir eso? Ahora, lo que sí quiero que se entienda es que el público, por estar acostumbrado a consumir ese lenguaje audiovisual con sus códigos particulares, no disfruta de propuestas nacionales o internacionales -fuera de los EE. UU., por supuesto-, que son más o igual de interesantes. Superada la barrera de lo desconocido, indaguemos sobre “El Gran circo pobre de Timoteo”. Pasada la marea de la incertidumbre sobre las personas que se ven en la pantalla, uno se da cuenta que este documental gira menos en torno al humor que al devenir del tiempo que acosa al circo y a Timoteo: la avanzada edad y su endeble salud hacen que se debata internamente si debe dejar el mundo del espectáculo o seguir. El documental no solo sopesa el dilema de Timoteo, también lo hace al observar la convivencia entre los artistas, los preparativos para los shows y algunos sketch humorísticos que, dicho sea de paso, sirven para contrarrestar el abrumador desasosiego que la compañía lleva en sus espaldas. Alegría y tristeza se armonizan: estas dos emociones se articulan en el montaje y (de)construyen un discurso que refleja, de forma lisa y llana, lo que es vivir. La naturalidad y candidez humana de Timoteo y su compañía son cualidades que, además de hacer avanzar el relato, los convierten en unos seres entrañables. Puntaje: 2.5/5