“Animales nocturnos”
En algún momento, el cine de Claire Denis abandonó los espacios atravesados por tensiones y conflictos apenas velados, como colonias francesas o una París cruzada por flujos migratorios, y empezó a interesarse por otra clase de lugares, sitios que pertenecían más al cine que al mundo. La película que anuncia el cambio seguramente sea 35 rums, que tiene como fuente a Primavera tardía, de Ozu. Les salauds, por su parte, funciona como un film noir que retrata a un puñado de hombres inescrupulosos que se mueven por una red de crimen y vicios brutales. Un bello sol interior transpone libremente Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, pero la película se parece más a una comedia romántica algo accidentada o a un drama amoroso. En todas, Denis conserva y perfecciona su etnografía discreta, cifra última de un estilo, de la empresa siempre renovada de aproximarse a un tema determinado despojándose de certezas, con un ánimo siempre dispuesto al asombro y a la belleza. La directora incorpora a su repertorio de ambientes habituales (la ciudad, el campo, la aldea, el desierto) emplazamientos fílmicos, como si el cine, con sus maestros y sus géneros, fueran para Denis un territorio virgen al que hay que dirigirse con cautela, como si se viajara a una isla desconocida con la voluntad de perderse, de fundirse con un ecosistema nuevo.
En High Life, Denis continúa ese proyecto dentro de los entornos asfixiantes de la ciencia-ficción contemporánea. A un montón de condenados a muerte se les conmuta la pena a cambio de aceptar realizar un servicio a la ciencia que consiste en ser lanzados al espacio con el objetivo de acercarse a un agujero negro y realizar un estudio energético. Entre los pasajeros hay una médica encargada de cuidar de la salud del grupo y que está obsesionada con producir un embarazo a bordo, es decir, con generar vida humana a años luz de la Tierra. La comunicación con el planeta se pierde apenas se sale del sistema solar, aunque la nave todavía recibe ondas residuales de televisión que dibujan imágenes, fantasmas en movimiento transmitidos desde el pasado terrestre. La situación en la nave se vuelve cada vez más difícil de sostener hasta que el conflicto estalla y la sociedad improvisada por los reos estalla por los aires.
La ciencia-ficción que le interesa a la directora a las películas que encuentran en los viajes espaciales menos una ocasión para la aventura que para la observación y la espera. A medida que avanza el relato, High Life se remite a un linaje o una tradición que incluye películas tan disímiles como Silent Running, 2001: Odisea del espacio, La fuente de la vida o Moon, pero también a otras más recientes (y más grises) como Pasajeros. Por supuesto, Denis se las arregla para instalarse en ese terreno y trazar en cuestión de segundos un territorio personal. La misión y el malestar de la nave pasan a un muy segundo plano y los torpes gestos de cariño, los acercamientos intempestivos, las amenazas y los repliegues ganan la escena. Los espacios cerrados no hacen más que intensificar la belleza y la inquietud de esos intercambios.
Juliette Binoche hace de Dibs, una científica que adquiere los contornos de una hechicera, una sacerdotisa lúbrica que exige de sus súbditos cuantiosas ofrendas de semen que le permitan continuar con sus experimentos de inseminación. Dibs administra la circulación de fluidos de los habitantes así como la nave regula los niveles de los líquidos que posibilitan el reciclaje de desechos y garantizan la supervivencia.
Ya se sabe que Binoche es una fuerza de la naturaleza: Denis la libera, la multiplica varias veces por sí misma hasta transformarla en una bruja insaciable, un monstruo que se desliza por los pasillos de la nave eligiendo compañeros sexuales. En un momento, Dibs se encierra en una habitación que tiene un dispositivo con un falo: el personaje se sienta encima, lo monta, y la película entra en shock, las imágenes ya no muestran a Binoche, lo que se ve es más bien un amasijo de carne y de miembros que se agitan y retuercen cada vez más rápido.
La científica hechicera Dibs condensa la idea que se hace Denis de la nave y de la historia, pero también del cine en general: lo primitivo emerge y desgarra el presente, hace sentir sus pulsiones elementales, sus urgencias tensan una trama siempre débil de mandatos y prohibiciones. En otras películas ese conflicto se resuelve de manera silenciosa o permanece suspendido, como pasa con la fascinación que experimenta la esposa hacia el sirviente de su marido en Chocolate, o en la naturalidad con la que se entrega al asesinato brutal de ancianas la pareja indolente de No tengo sueño. Les salauds, por ejemplo, empieza con una de las imágenes más potentes del cine de la directora: una chica ensangrentada y fuera de así camina desnuda y sin rumbo por la calle. Después se sabrá que fue víctima de abusos terribles, pero su figura rota lleva los estigmas de algo todavía peor, como si hubiera sido escupida de las entrañas de algún inframundo.
En cierto sentido, la ciencia-ficción le provee a la directora un escenario ideal para continuar con las mismas búsquedas de siempre: la tecnología de punta propia del género acá convive con restos técnicos de otra era; la nave es una gran caja cuadrada sin el más mínimo encanto. La asepsia y la frialdad del lugar no evitan que sus habitantes den rienda suelta a los mismos impulsos bestiales que los condenaron en la Tierra; el diseño impersonal y monótono de la nave no alcanza a contener las pasiones que bullen en los personajes. Esto tiene su corolario en la relación entre Monte y su hija, últimos humanos a bordo que sobrellevan la soledad absoluta que los rodea con una relación hecha de caricias e intimidad; una atracción no dicha pero evidente fluye naturalmente entre los dos. Como siempre en Denis, se trata de transformar el cine en un sismográfo del deseo que detecta las potencias sinuosas de la sensualidad ahí donde otra película vería apenas temblores confusos.