Tinieblas humanas en el espacio. Los significados que dispara esta historia de ciencia ficción y la leve tensión que rige sus coordenadas tal vez no deberían importar tanto como su desafío lúdico, el afán de la realizadora Claire Denis por mover los hilos de la ficción recurriendo a los ardides audiovisuales que ofrece el cine.
Casi toda High life transcurre en el interior de una nave espacial que funciona como una cárcel o un hospital, donde un pequeño grupo de hombres y mujeres son utilizados para experimentos genéticos. Allí pasan sus días, condenados por diferentes delitos. Un jardín artificial es el único contacto con lo terreno, aunque están también los recuerdos, los miedos e incluso la cercanía física de los acompañantes, lo que (más allá de las restricciones y el control) puede derivar en algún ataque inesperado. También confinada y sometiendo a sus compañeros a turbias prácticas científicas, una doctora –con algo de bruja o hechicera ganada por el rencor– ejerce su dominio, rondando por los pasillos con su blanco guardapolvo y sus largos cabellos oscuros. Desde un principio un joven llamado Monte (Robert Pattinson), que se resiste como puede a la tortuosa doctora, lleva adelante la acción, incluso con evocaciones y pensamientos en off, aunque no siempre el film adopta su punto de vista. Se agregan ciertas particularidades, como el hecho de que en la nave el tiempo parece transcurrir de manera diferente al planeta de donde provienen.
Sostenido en una banda sonora cargada de ecos enigmáticos, el film se mece entre el peso dramático de la convivencia forzosa entre personas atormentadas por su pasado y el terror, que no procede de la existencia de nada monstruoso sino, en todo caso, de lo monstruoso que anida en el interior de esos mismos seres humanos. La malicia se cruza con la amenaza y los sentimientos nobles que ocasionalmente afloran, por ejemplo en el amor de Monte hacia su hija (hasta llegar a un desenlace que abre la posibilidad de una aventura peligrosa pero también de una esperanza), mientras que, dentro de ese universo de manipulación clínica, fríos espacios y silencioso paisaje sideral, irrumpen rastros de sangre, orina, semen, leche materna, sudor. Se presiente el hedor del encierro y si alguien, en un momento, acaricia la tierra del restringido invernadero –una de las varias ráfagas tarkovskianas–, es porque parece extrañar al lejano planeta que dejó atrás. La realizadora de Bella tarea (1999) y 35 ruhms (2008) procuró, claramente, la reflexión provocadora: “Tabú” le hace deletrear Monte a su pequeña hija. La vida puesta en juego, el aprendizaje dado por la contemplación de antiguas películas en una pantalla, los ligeros flashbacks con recuerdos y el encuentro con una nave no ocupada por seres humanos, estimulan interpretaciones y pensamientos.
Todo el tiempo High life corre el peligro de caer en el absurdo, más aún teniendo en cuenta que no hay fulgurantes efectos especiales detrás. Precisamente por ello, vale la pena ver cómo la directora francesa logra convertir un acto de autosatisfacción sexual en una suerte de danza temible y visualmente arrebatadora, cómo articula la secuencia de un ataque violento con admirable precisión, y cómo sabe aprovechar, en beneficio de los efectos buscados, la expresividad de Juliette Binoche (notable el momento en que alguien le recuerda los crímenes por los que fue castigada) y la disposición de Robert Pattinson para ponerse a las órdenes de realizadores audaces, como lo hizo recientemente con los hermanos Safdie (en Good time) o David Cronenberg (en Cosmópolis y Polvo de estrellas).
Por Fernando G. Varea