Cobayos humanos rumbo a un agujero negro
Un grupo de criminales son prisioneros a bordo de una suerte de container volador que atraviesa la inmensidad del espacio exterior.
Un invernadero con algunas pocas frutas y hortalizas, una inquietante bota suelta semienterrada en esa tierra artificialmente fértil, los pasillos vacíos de una nave espacial, el llanto de un… ¿bebé? Los momentos iniciales de High Life, la primera película hablada en inglés de la gran cineasta francesa Claire Denis, son tan perturbadores como misteriosos y despiertan inmediatamente la curiosidad.
¿Qué es exactamente esa nave? ¿Cuál es su propósito? ¿Quiénes están a bordo? ¿Desde cuándo? ¿Qué pasó allí adentro? El primero de los muchos méritos de la nueva realización de la directora de Bella tarea es el modo en el que va dosificando la información. No se trata simplemente de generar suspenso (que lo hay) sino de ir introduciendo paulatinamente al espectador en ese micromundo tan lejano a la Tierra que se desplaza solitario en el más inconmensurable universo exterior. De hacerlo partícipe de ese viaje incierto hacia un agujero negro, sin tiempo ni destino conocidos.
Cineasta siempre áspera y muchas veces incluso extremadamente violenta, como recordarán quienes vieron Trouble Every Day, Claire Denis es también capaz de hacer films de una rara calidez y ternura, ajena a todo sentimentalismo, como era el caso de su obra maestra, 35 rhums. En High Life se diría que están todas las facetas de su obra juntas, como si hubiera conseguido que esta coproducción internacional con estrellas de la magnitud de Robert Pattinson y Juliette Binoche sea tan personal e intransigente como cualquiera de sus films previos.
El amor en el cine de Denis siempre es una cuestión de piel. Y aquí lo es más que nunca, en el modo en el que filma a su protagonista, Monte (Pattinson), apretando cariñosamente contra su cuerpo el de una beba de apenas unos meses de edad. El contraste de esa masa de masculinidad, acentuada por los rasgos filosos del actor, con la mullida y frágil redondez de la beba, produce un singular efecto estético y emotivo. Hay allí un lazo extremadamente fuerte, que pareciera exceder incluso al de padre e hija. Hay una inmensa soledad compartida, que no siempre fue tal.
No conviene revelar mayores detalles de la trama de High Life, que la directora irá descubriendo poco a poco en una serie de flashbacks que nunca son explicativos sino más bien evocativos, en la medida en que son recuerdos dispersos de lo que fue la vida en esa nave, y de lo que fue incluso la vida en la Tierra. En ese sentido, se diría que así como 35 rhums estaba imbuida del espíritu de Primavera tardía (1949), del director japonés Yasujiro Ozu, High Life parece tomar su inspiración del cine de Andrei Tarkovski en general y de Solaris (1972) y Stalker (1979) en particular. El espíritu del genial director ruso parece sobrevolar a High Life -en las imágenes de esa nave desierta poblada de fantasmas, en esos perros difusos que parecen escapados de una catástrofe- pero son apenas sombras de un mundo anterior que Claire Denis incorpora al suyo propio.
Un mundo capaz de albergar proscriptos de toda laya, como la temible Dra. Dibs, que Juliette Binoche -con una melena negra que le llega hasta la cintura- convierte en una suerte de Medea interespacial, una filicida desterrada, mezcla de sacerdotisa y bruja, que da rienda suelta a su sexualidad de la manera más brutal. No es la única criminal a bordo de esa suerte de container volador -una nave “proletaria” como el Nostromo de Alien- que se aleja del sistema solar con su cargamento de cobayos humanos. Todos fueron prisioneros y allí, en la inmensidad del espacio exterior, lo siguen siendo. Pero la luz cegadora de un agujero negro no deja de ser una promesa de libertad.