En la inclasificable High Life, Claire Denis desoye el clamor utópico de los cielos. Una luz amarilla resplandeciente, que se apoderará de toda la superficie de un plano, es la máxima expresión del asombro que prodiga el filme. La esperanza que se les suele adjudicar a las estrellas y al vasto cosmos brilla por su ausencia. No hay metafísica alguna en este cuento distópico desarrollado en una nave espacial en la que conviven reclusos que han aceptado sustituir la cárcel por ese vehículo. No se trata aquí de una máquina blanquecina que se desliza por el espacio con todo el glamour que puede desprenderse del imaginario castrense de la NASA. La pulcritud no es aquí una estética, como sí lo es la suciedad, los fluidos corporales, la sangre.