El fútbol sin una pizca de costumbrismo.
Abundan las rarezas en este film plagado de escuditos de San Lorenzo, que evita los lugares comunes del deporte retratado en la pantalla y construye una historia creíble y personajes dotados de profundidad, apoyándose en una gran labor de Carlos Portaluppi.
Es escasísima la cantidad de películas de ficción argentinas que se han dedicado a la libido futbolística, en relación con el monto que ésta consume de la vida diaria nacional. Allá lejos y hace tiempo, en la época de oro de la redonda, estuvieron Pelota de trapo y El hincha. Después, nada, salvo algún apunte colateral, como el recitado de la formación completa del Racing de comienzos de los 60 que hace Guillermo Francella en El secreto de sus ojos. Hasta la llegada de este Hugo Pelosi, para quien San Lorenzo lo es todo. Ex jugador con un paso brevísimo por la primera del club, Hugo maneja un taxi, donde se dejan ver escuditos y banderines azulgranas. Sus amigos son hinchas de San Lorenzo, cuando llega a casa ve programas dedicados a San Lorenzo y cuando conoce a un chico que más o menos la mueve se ofrece a hacerlo probar en la novena de San Lorenzo. El chico tiene una mamá y no un papá a la vista, por lo cual pronto se instalará entre los tres el fantasma de la familia informal. Pero Hugo tiene fantasmas más pesados (literalmente, si se quiere), que tiran para abajo.
En cierto modo era de agradecer que no hubiera películas sobre fútbol, porque el fútbol es una de esas cuestiones que, como todo lo vinculado con lo barrial y popular, en Argentina suele abordarse desde el costumbrismo, con sus componentes de tipología, estereotipia y caricatura. Egresados de la Enerc, un primer mérito de los debutantes Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez es no haber caído ni un poquito en ello. Seguramente avisados de los peligros que enfrentaban, Gebauer y Suárez abordan el barrio con sequedad casi documental (Gebauer tiene un documental a punto de estrenar) y delinean sus personajes como tales, evitando cualquier generalización tipológica. Hugo (Carlos Portaluppi) es un taxista callado y solitario, que parece revolver algún estofado interno que se desconoce, hasta que empieza a echar olor. La única relación sexual que tiene parecería ser con una puta, pero no tiene nada de sórdida ni frustrante. Silvia (Ana Katz) es una mina de barrio que se gana la vida “cocinando para afuera”, pero no por eso se come las eses o se maquilla feo. Julián, su hijo (Valentín Greco) juega bien al fútbol y no es muy aplicado en el estudio, pero no es ningún guachín. Son tres personajes singulares, que además nunca terminan de mostrarse del todo, por lo cual el espectador deberá poner atención en conocerlos plano a plano, escena a escena.
Ganadora de dos premios en la última edición del Festival de Mar del Plata, Hijos nuestros –título de muy pertinente doble sentido– gira básicamente alrededor de Hugo, y Hugo es un solitario, en buena medida un adicto, en última instancia alguien que carga con una frustración que terminará jugándole en contra. Lo de adicto no es exagerado, y una noche en la que se superponen una final por penales con Gremio de Porto Alegre por la Libertadores con una salida al cine lo demostrará. A partir de allí crece enormemente la figura de Silvia: un caso de película dirigida por hombres que le da pleno desarrollo al personaje femenino. Algo que lamentablemente sigue siendo mosca blanca, en el cine argentino y en el cine en general. Además de documentalista, cosa rara, Fernández Gebauer es actor. Seguramente por eso, por contar con dos actores excelentes en los protagónicos (con tres, perdón, el debutante Valentín Greco está inmejorable) y porque Portaluppi y Katz se conocen (Katz había convocado a Portaluppi para Una novia errante) las actuaciones de Hijos nuestros son tan notables. Ambos transmiten la sensación de tener construido un personaje que excede al espectador, por lo cual el margen de sorpresa es amplio. Portaluppi, específicamente, parece cobrarse el hecho de que el cine no le haya dado hasta aquí un protagónico, con una actuación excepcional. Excepcionalmente interior. En cuanto a Katz y de forma muy curiosa, el estilo de sus películas, en el que un malestar de fondo resquebraja la banalidad cotidiana, da la impresión de impregnar el de ésta.
También es amplio el margen de sorpresa estética que depara Hijos nuestros. Si bien en términos generales se trata de una ópera prima sorprendentemente precisa y concisa –elipsis, economía expositiva, renuncia a toda clase de chirimbolo estilístico–, en dos momentos puntuales Gebauer y Suárez se permiten, con gran libertad y autoconfianza, saltar la cerca y “vencer la tentación sucumbiendo de lleno en sus brazos”, como diría Serrat. El segundo de esos momentos, una misa de consagración azulgrana presidida por el padre Daniel Hendler, en la que se celebra la gloria de “ser cuervo de pendejo” y de “matar a una gallina y un bostero”, quedará sin duda como una de las escenas más disolutas del cine argentino en toda su historia.