Un romance en clave cuerva
Barrio, fútbol y personajes de carne y hueso. Con picardía y libertad, que no es poco para un primer largo, Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez hacen de Hijos nuestros, su película, una experiencia reconocible más allá de los fanatismos.
Claro que cuentan con dos grandes protagónicos, los de Ana Katz y Carlos Portaluppi. El es Hugo, un ex futbolista, hincha de San Lorenzo, que sobrevive como tachero. Carcomido por la ansiedad, piropeador, recorre Buenos Aires con su escudito azulgrana bamboleándose en el retrovisor.
Así conoce a Silvia, la mamá de Julián, un pibe hincha de Vélez que sueña con ser futbolista. El se olvida el documento en el taxi, y Hugo decide que se lo tiene que llevar. “Cuando vi el escudo roñoso dije ‘que se joda por ser de un club tan amargo’, después pensé, se lo llevo y a lo mejor se hace del Ciclón”, bromea el taxista, que encuentra una excusa para engañar su soledad, su comodidad afligida y escudada en el fanatismo deportivo, la inercia del taxi o la distracción con chicas de la calle. Aunque todos veamos lo que terminará por asumir, que anda por la vida “con la cancha inclinada”.
Bajo esa liturgia futbolera, acompañada a veces con frases hechas, citas y chicanas como en la vida real, por escenas barriales que cualquier habitante de Boedo querrá ver, va asomando esa historia de amor, o de necesidad que también aqueja a Silvia. Divorciada, desbordada, hace viandas y comidas para vender, mientras cultiva un budismo sui generis, que es otra llave para ver el filme.
Un filme que hace del riesgo virtud, sin pretensiones ni estridencias. Que se anima a jugar con una ceremonia religiosa, que tira chistes viejos sin calcular, que por ahí se pasa de rosca con su pata folclórica y costumbrista desde su narración simple y lineal. Un cine urbano, callejero, con madres, hijos, hombres y dramas que sí, son todos nuestros.