Tejes y manejes en la cocina del poder
Las novedades cinematográficas de los últimos jueves cargan a Hipólito de una significación particular. Tercera película nacional de época estrenada en ¡dos! semanas (las otras son Fontana, la frontera interior y La patria equivocada), se trata, además, del jamón del medio entre el arribo de la felicidad hiperkinética de De caravana y la reposada observación de El invierno de los raros, las otras dos patas sobre las que se levanta ese fenómeno de contornos artísticos y estilísticos incipientes, pero con nombre y apellido en actas, que es el Nuevo Cine Cordobés (NCC). El entrecruzamiento se refleja en un tono oscilante entre la gravedad impostada y la sequedad de un thriller, todo atravesado por una óptica casi antropológica de la cultura y geografía local.
Opera prima del aquí también productor y coguionista Teodoro Ciampagna, Hipólito transcurre durante 1935, plena Década Infame, con los conservadores haciendo del fraude una rutina electoral. En ese contexto crece el gurrumín del título, bautizado así como su padre abandónico y –claro está– radical hasta la médula. Los correligionarios bregan por la limpieza de los sufragios provinciales de ese año. Para eso deben reclutar numerosos fiscales de mesa a distribuirse a lo largo y ancho de la provincia, entre los que estará el flamante abogado Marcelo Frías (Tomás Gianola). Enlistado menos por iniciativa propia que por obra y gracia de un compañero, de cómoda posición económica gracias a su padre (Luis Brandoni, interpretando a... un conservador) y con férreos nexos vinculantes con el poder, le toca en suerte el pueblo del pequeño del título, Plaza de Mercedes, donde la corrupción y la fanfarria proselitista pergeñada por el poder de turno están a la orden del día.
La escena inicial tiene la voz en off de Hipólito describiendo someramente su árbol genealógico y las particularidades de su historia. La aletargada rutina, foto de su madre; el mencionado padre ausente, la tutoría a cargo de una tercera; sumatoria de elementos que configuran una invitación tácita a creer que ése será el punto de vista del film todo. Pero el guión, escrito a cuatro manos por Ciampagna y Javier Correa Cáceres, elude esa opción y elige centrarse en el derrotero del involuntario fiscal. Derrotero por demás previsible, si tiene en cuenta la parábola moral que describe: de la indiferencia política al compromiso y descubrimiento de los avatares de la voluntad, con discurso inspirador y flirteo con personaje femenino incluido. Pero, curiosidades del cine, el viraje tonal es primero defecto y después virtud. Impecable en sus rubros técnicos, Hipólito sale de su letanía cuando, pasada la hora inicial, abraza el thriller y hunde –por fin– la nariz en los tejes y manejes de la cocina del poder. No es casual, entonces, que la película alcance su punto máximo a fuerza del suspenso creciente del tercio final.
Todo lo anterior no impide que Ciampagna eche luz sobre la que quizá sea la primera marca de agua del NCC: la creación de historias genéricas y universales mediante la apropiación de especificidades. Si De Caravana narraba enredos policiales y amoríos interclasistas sin soltarle la mano al fernet, el cuarteto y al argot cordobés, Hipólito se vale de escenarios geográfica y políticamente locales para abordar tensiones sociales y políticas. Y lo hace más allá de su propia confusión.