Una épica política
La marcha del cine cordobés sigue sin desmayos, y el segundo estreno de los tres largometrajes financiados por el Gobierno de la provincia, con fondos del Instituto Nacional de Cine, ya demostró que, cuando existe difusión, el público local responde al convite: el estreno de Hipólito, la película de Teodoro Ciampagna, reunió en sus primeras dos funciones a aproximadamente 800 personas, número que debe ser el mayor récord del Espacio INCAA Km. 700 (donde el filme se volverá a proyectar únicamente hoy y mañana, en los horarios de las 19:30 y 21:30; también se puede encontrar en los complejos Dinosaurio y desde el jueves en el Gran Rex). Hay sed de cine en Córdoba, y sobre todo talento para esperanzarnos, como lo demuestra el filme Yatasto, de Hermes Paralluelo, que se trajo un par de premios del Bafici, aunque lo importante es su calidad, que la pondrá sin dudas entre las mejores películas del año cuando se llegue a estrenar en nuestros cines. Por ahora, vale disfrutar del momento y apostar al cine local.
Hipólito es un filme importante para Córdoba. No porque se trate de una obra maestra, de esas películas imprescindibles para una cinematografía, sino simplemente porque a su modo confirma que también se puede hacer cine de gran producción en la docta, un cine de aires clásicos en este caso, que aspire a recrear momentos cruciales del pasado. El eclectismo es la marca de lo que algunos aventureros llaman el “nuevo cine cordobés”, y acaso Hipólito pueda considerarse la otra cara de El invierno de los raros, filme local ya estrenado, cuya voluntad experimental era evidente. Todo lo contrario es Hipólito, acaso un ensayo de apropiación de ciertos géneros clásicos norteamericanos, sobre todo el melodrama histórico y el thriller político, cuya resolución tiene sus más y sus menos. La reconstrucción de época está sin dudas en el balance positivo, así como también su planteamiento formal, que demuestra la capacidad técnica que ostentan los directores cordobeses, hasta ahora el denominador común de todas las películas conocidas. Sin embargo, Hipólito es un filme desnivelado, con algunos buenos momentos y otros decididamente menores, donde el comentarista arriesga que faltó experiencia, tal vez hubo errores en el guión, en la construcción dramática de algunas subtramas, o en el trabajo en la sala de montaje. La opinión, como siempre, corre por cuenta de quien firma la nota; es muy recomendable que el lector la contraste en la sala de cine, enfrentado a la película en cuestión.
El Hipólito del título es un niño huérfano de siete años (Lucas Gamarra), habitante de Plaza de Mercedes, que en las elecciones de 1935 se escurrirá en el cuarto oscuro de su pueblo para tratar de encontrar a su padre, que sabe radical, aunque lo que descubrirá será otra cosa: cómo la policía local obliga a votar por el partido conservador. Es el inicio de la “década infame”, y el filme intentará funcionar desde entonces como ejemplo micro de lo que ocurriría en los años posteriores. La intervención de un joven abogado fiscal, Marcelo Frías (Tomás Gianola), hijo de un líder conservador (en luminosas apariciones de Luis Brandoni) y verdadero protagonista (y eje moral) del filme, obligará a repetir las elecciones quince días después, y la película acompañará entonces su campaña democrática, junto a los radicales, llamando a votar en paz y sin emular las prácticas fraudulentas de sus adversarios. Pero son años convulsionados, y la prédica idealista de Marcelo se topará no sólo con el poder mafioso de los conservadores y sus fuerzas de choque, sino también con la cultura de violencia de la política local, en la que los radicales no tardarán en caer. Paralelamente, se desarrollará una tímida historia de amor entre él y la madrastra de Hipólito, una trama amenazada por los acontecimientos.
Épica de aires redentores, Hipólito es una película evidentemente contemporánea, que juzga el pasado desde una posición semejante, y cuya lectura moral se asienta en su protagonista, que ostenta un mensaje republicano a veces explicitado de forma demasiado obvia. Hay un aire de tragedia novelesca que surca toda la película, enfatizado por una banda de sonido casi omnipresente, muchas veces innecesaria pues subraya lecturas que se deberían desprender por sí solas de las imágenes. Las actuaciones son correctas, a pesar de cierto sesgo teatral que se puede descubrir en algunos protagonistas, un síntoma de nuestro cine joven (que se nutre de las escuelas de teatro) difícil de manejar, y que a veces genera cierto aire de artificialidad más propio de la televisión. El planteamiento formal, sin embargo, muestra una alta conciencia cinematográfica: los encuadres precisos, la utilización de la profundidad de campo, ciertos planos generales, u otros planos en picado y contrapicado, revelan la capacidad formal de Ciampagna. Así como también el uso del sonido. El pasaje más logrado tiene lugar en el momento culmine del suspenso, en el inicio de un tiroteo, filmado de manera notable. No todas las tramas están resueltas del mismo modo, y aquí finca una debilidad del filme, que acaso peque de querer abarcar mucho: la historia romántica (y el propio Hipólito) queda en segundo plano, tal vez era innecesaria, y el suspenso se diluye entre tantas vueltas. Claro que son pequeños reparos a un filme valioso, de un director talentoso, que recién empieza y tiene mucho para dar.