El mito de la histeria
Histeria - La historia del deseo (Hysteria, 2011), comedia romántica británica dirigida por Tanya Wexler, se sitúa en Londres a fines de la era victoriana y se centra sobre la invención del vibrador, tratada con más picardía que gracia y sin gran precisión histórica. No obstante, sienta precedentes sobre una temática largamente ignorada por otras películas parecidas, y a través de ella habla de cosas más relevantes que chico-conoce-chica.
El Dr. Granville (Hugh Dancy), joven e idealista descorazonado ante la barbarie de la medicina decimonónica, entra al servicio del Dr. Dalrymple (Jonathan Pryce), dueño de una práctica privada dedicada a tratar la “histeria”. La histeria fue desacreditada como condición médica a mediados del siglo veinte, pero en su época fue un diagnóstico popular (y chauvinista) para explicar la frustración sexual femenina. El “tratamiento” era, esencialmente, la masturbación asistida.
Una vez que Dalrymple ha dado una demostración práctica, Granville le suplanta y tan bueno es en la ciencia de “inducir paroxismos” que se pesca una tendinitis aguda. El tratamiento y las inusitadas reacciones de las pacientes constituyen el principal gag recurrente de la película, pronto agotado, secundado por Rupert Everett como una especie de Oscar Wilde amigo del protagonista.
La dolida mano del buen doctor es el primero de muchos pasos que llevarán a la creación del “masajeador electromecánico”. Históricamente ya existían otras patentes similares a la que Mortimer Granville registró en 1883, y dícese que la suya nunca trató la histeria, pero la historicidad es la menor de las preocupaciones de la película, que así como se presenta, está “basada en hechos reales. En serio”.
El costado romántico nos llega de mano de las hijas de Dalrymple, entre las cuales, es fácil predecir, Granville deberá elegir: ¿se quedará con la correcta y aburrida Emily (Felicity Jones) o la moderna y vivaz Charlotte (Maggie Gyllenhaal)? Suspenso. No es la decisión más intrigante, pero al menos Charlotte tiene otra razón de ser que la de un interés romántico, pues ella es la verdadera heroína de la película.
Allí donde haya un papel para una mujer leonina, transgresora y cómoda con su sexualidad, Gyllenhaal le interpreta perfectamente. En este caso hace de una suerte de sufragista, y tanto su personaje como su causa dominan la película, para la cual Granville y su invento son meras acotaciones en la lucha por la igualdad de las mujeres, propulsada por las mujeres. No hay nada de malo en la actuación de Dancy, pero su personaje existe como los ojos y oídos de la audiencia (“eres tan clase media”, observa su amigo) y no tiene peso por sí mismo. Es Gyllenhaal la que conduce las escenas.
El tercer acto es, por otra parte, el aspecto más débil del guión; nada menos inspirado que inventar un juicio al final de una película para defender los ideales que no ha sabido exponer o cree no haber dejado en claro, y a través de ello forzar una conclusión climática a la historia. Es una pena. Esta película no necesitaba uno.