Una comedia que no abandona el lugar común
Las histéricas no existen, pero que las hay, las hay. Así habla el falso ironista tratando de esconder su misoginia. Por cierto que en nuestra era nadie en su sano juicio es capaz de llamar “paroxismo histérico” a un buen orgasmo. Y ninguna mujer es diagnosticada con histeria desde hace varias décadas, pero el término ha permeado hasta las fibras más recónditas del habla cotidiana, transformándose en un epíteto de gran potencia ofensiva. El punto de partida humorístico de Histeria – La historia del deseo es ese choque frontal con una enfermedad inexistente hoy en día, otrora tan real como los gérmenes. En otras palabras, la hipotética superioridad en el discernimiento del espectador. Eso y el hecho de que el tratamiento terapéutico para paliar sus síntomas incluyera, en más de una eminente consulta, una buena sesión masturbatoria a cargo del galeno en cuestión.
El film de Tanya Wexler, que usufructúa el telón de fondo de la pacata y represiva sociedad victoriana, no pretende ocupar el lugar del ensayo histórico o reconstruir cierta cosmovisión a partir de los vínculos personales, como sí lo hace Un método peligroso, la película de David Cronenberg que roza temas similares. Histeria toma la figura real de Joseph Mortimer Granville, el involuntario padre del vibrador (su función primigenia era el masaje de zonas menos íntimas) para crear una comedia romántica bastante clásica y relativamente conservadora. Este Mortimer de ficción, interpretado por Hugh Dancy, es un médico joven, elegante y buen mozo que, merced a su absoluta entrega al juramento hipocrático, se encuentra sin trabajo y con pocas posibilidades de encontrar un puesto ideal para sus competencias. Hasta que, destino o azar mediante, comienza a asistir al doctor Robert Dalrymple (el veterano actor británico Jonathan Pryce), un doctor de mujeres especializado en la casi milagrosa cura del “masaje terapéutico”. Que el viejo médico tenga además dos hijas, una bien modosita y de belleza clásica, la otra rebelde y protofeminista, deja sentadas las bases para una historia que no hace nada por evitar las tradicionales dicotomías del relato romántico.
Los gags y situaciones de humor funcionan a medias y resultan particularmente elementales: la cantante lírica que entona las estrofas de “Sempre libera” ante las primeras vibraciones de la nueva invención; la creciente tendinitis de Granville por su excesiva actividad manual. Previsible por demás es el desarrollo de la historia, con su personaje dividido entre la ambición por el ascenso social y el deseo de entregar su mente y corazón a los ideales de pureza. Lo peor viene cerca del final, cuando el guión vuelve a reutilizar, sin mucho ingenio, los recursos de la fiesta de compromiso interrumpida, la escena de juicio, con su magistrado capaz de darse vuelta como una tortilla ante un breve discurso y la declaración amorosa en el lugar más inesperado. Sólo Maggie Gyllenhaal, como la sediciosa joven que dedica tiempo y dinero a las actividades de caridad, ayudando a las “madres solteras” y prostitutas de Londres, aporta un poco de energía a un film ramplón en su forma y titubeante en sus ideas. Como quien pasa de una conversación de salón a otra, Histeria gravita entre la apología del consolador y las ideas más tradicionales sobre el amor galante.