Partiendo un poco de la deformación profesional habría que, en principio, hacer un poco de historia sobre la histeria para ubicarnos en los momentos históricos en que se desarrolla la trama de esta película.
La histeria es una de las formas de neurosis descriptas por Sigmund Freud cuya una de sus características principales reside en el mecanismo de represión, con síntomas corporales específicos.
La historia se desarrolla en un espacio físico bien determinado, Londres a fines del siglo XIX. Allí nos encontramos con el joven doctor Mortimer Granville (Hugh Dancy), supuestamente influenciado por los escritos de Freud en el que determina que la existencia de enfermedades con manifestación física cuya etiología es psíquica. Razón por la cual al intentar romper con la medicina tradicional imperante hasta ese momento es echado del Hospital.
Consigue trabajo como asistente del Dr. Robert Dalrymple, (Jonathan Pryce), un experimentado médico que se especializa en el tratamiento de la histeria, y su técnica esta basada en el contacto con las zonas genitales de sus pacientes, a los que le realiza masajes hasta llegar a una sensación de euforia (clímax) que las calma por un tiempo. La mayoría de las pacientes son viudas o solteronas, la llegada del joven doctor hace quien, por su sola lozanía, elijan para que las “atienda”.
Pero esta es la broma inicial que dispara la idea, y que se cerrará con la creación del primer consolador eléctrico. La cuestión es que la idea y su resolución se disipa rápidamente para convertirse en una comedia romántica de características típicas en este tipo de construcciones fricciónales, donde lo sexual parecería ser la plataforma de una irreverencia que nunca se concreta y que termina por instalar un discurso bastante misógino.
Uno de los “hallazgos” de Freud al respecto de la enfermedad fue despegar a la misma como típicamente femenina, demostrando que también puede ser padecida por los hombres, situación que el filme no toma en cuenta en ningún momento.
El buen doctor Dalrymple ve con buenos ojos a su asistente, pero no pasa lo mismo con sus dos hijas, una, Emily (Felicity Jones) responde a los mandatos culturales de la época impuestos por su padre, la otra, Charlotte (Maggie Gyllenhaal), bastante alejada de la moralidad victoriana imperante, es quien pone en conflicto la estabilidad familiar con sus ideas renovadoras de liberación femenina.
Posiblemente lo mejor del filme se encuentre en las actuaciones con una muy buena selección de actores, que cumplen con la construcción de sus personajes, pero que aparecen como muy contenidos en su expresividad regida desde el guión que no tiene ni demasiado vuelo y menos originalidad. De esta situación se despega el personaje de Ernest St. John-Smythe (Ruppert Evertt), quien simbolizaría a la clase alta en decadencia, el problema es que no esta demasiado tiempo en exposición, siendo otro de los desaprovechados, como el caso de Jonahan Pryce .
El otro punto a favor es la reconstrucción de época, desde una dirección de arte, muy cuidada, detallista en los objetos, pero que termina siendo algo netamente decorativo ya que no tiene ningún otro significado que el del encuadre histórico temporal.
Si bien la realizadora no cae en lo escatológico o pseudo provocativo que podría poseer la idea originaria, tampoco le imprime al relato nada que lo despegue de un texto de estructura clásica, demasiado previsible, sin metáfora, ni siquiera instalando un humor novedoso, ya que son de fácil resolución y bastante arcaicos.
Tampoco ayuda demasiado la dirección de fotografía, casi neutra, sólo para mostrar lo observable, en tanto que la música empática nunca propone un contrapunto para provocar algo diferente a la imagen o a su posibilidad de lectura.
Ciertamente que a medida que se va viendo el filme los 100 minutos de duración no se hacen insoportables, el espectador se pliega a ese paso de comedia y pasa un rato agradable.
Demasiado poco respecto de lo que podría haber sido.