El frágil universo de Historia del miedo de Benjamín Naishtat es asediado desde el off por amenazas sin rostro que toman la forma de basura quemada dejada en el patio de una familia o de un bombardeo de caca lanzado hacia el patrullero en el que se encuentra el vigilante del country. El mundo y sus convenciones parecen romperse, y la distancia entre los distintos grupos de personajes se mide no tanto por la clase social sino por cómo reaccionan frente a esa disolución: el silencio un poco inquietante de una señora que limpia y de su hijo jardinero se contrapone a la actitud de sus empleadores que se esfuerzan por mantener intactos rituales como el de la cena familiar. Las dos estrategias son solo variantes frente a un mismo peligro: el del fin de todo lo conocido. El guión elíptico produce un relato fragmentado en pequeñas escenas, a la manera de viñetas, y el encuadre se cierra siempre sobre los personajes escamoteando el entorno junto con los posibles riesgos que allí se larvan. Más allá de los protagonistas, el resto de la ciudad pareciera haberse entregado a un frenesí innombrable del que esporádicamente irrumpe algún signo enloquecido, como el chico que parece tener una especie de trance en el local de comida rápida, o los insistentes cortes de luz que dejan a los que los padecen en la penumbra más absoluta.