En busca de nuevas miradas
Lo primero que llama la atención de Historias breves 6 son los puntos de contacto con algunos trabajos de la primera edición de este proyecto colectivo impulsado por el INCAA: la estética de Coral tiene algo de Rey muerto (Lucrecia Martel), El sueño sueco recuerda a Cuesta abajo (Adrián Caetano), La última bordea el delirio de Dónde y cómo Oliveira perdió a Achala (Andrés Tambornino/Ulises Rossell). Al mismo tiempo, resulta estimulante el profesionalismo en los aspectos técnicos y el hecho de que el conjunto suponga distintas miradas sobre problemáticas y personajes cercanos. De todas maneras, se extraña el riesgo de algunos de aquellos cortos de 1995 –que se atrevían a abordar de manera nada solemne la guerra de Malvinas o los saqueos a supermercados de fines del alfonsinismo– o la fuerza expresiva de, por ejemplo, Ojos de fuego, de Jorge Gaggero. En estos nueve cortos se evidencian, también, carencias e ingenuidades argumentales (tal vez el hecho de que todos los guiones hayan sido escritos por los propios directores sea un indicio del problema).
El comienzo de Historias breves 6 es visualmente poderoso: Coral, de Ignacio Chaneton (1980, Neuquén), se concentra en la violencia que problemas económicos generan en su protagonista, una mujer que se vale de lo que le ofrece la selva en la que vive para intentar modificar, desesperadamente, su situación. Con una atenta utilización de recursos diversos (luz espesa, colores cálidos, bruscos fuera de foco, sagaz ubicación de los personajes en el plano, creación de una atmósfera inquietante a partir del sonido en off), Chaneton logra un trabajo suntuoso pero seductor, indudablemente sostenido en la labor del director de fotografía Jorge Crespo y el sonidista Rodrigo Merolla.
El sueño sueco, de Gustavo Riet Sapriza (que nació en 1976 en Suecia y estudió cine en Montevideo y Buenos Aires), registra el encuentro, tal vez imaginario, del chofer de un micro con una mujer en la ruta, rozando sin mucha convicción el suspenso. Asoma el recuerdo del cine de John Carpenter (En la boca del miedo, por ejemplo), aunque el misterio y la incertidumbre del personaje se diluyen demasiado pronto.
Alicia, de Tamara Viñes (1975, San Carlos de Bariloche), sobre una chica excedida de peso que se ilusiona con un joven que conoce, es un relato apenas simpático, liviano y previsible.
La araña, de Sihuen Ernesto Vizcaino (nacido en Neuquén aunque estudió cine en Buenos Aires) combina graciosamente rasgos que parecen provenir de nuestra idiosincrasia (música de malambo, reuniones de amigos en el bar, el fútbol, el peronismo, cierta habilidad para el embuste), pero cae en el defecto de presentar diálogos y ambientes de época con artificiosa prolijidad, enfriando la saludable apuesta del guión a la sorpresa.
La última, de Cristian Cartier (1981, Buenos Aires), desaprovecha las posibilidades humorísticas que ocasiona la ansiedad de un granjero que espera que su única gallina ponga un huevo. A Cartier deben gustarle seguramente los hermanos Coen, teniendo en cuenta su interés por personajes caricaturescos como éste o los de sus cortos anteriores (18 de brumario, Viejos tu vieja!)
Rosa, de la realizadora y actriz Mónica Lairana (1973, Buenos Aires), que participó ya en varios festivales de cine (incluso en Cannes), plasma la soledad de una mujer mayor con una sucesión de planos sumamente precisos y elocuentes. Las elecciones de Lairana como directora, el minucioso trabajo de arte de Micaela Tuffano y la expresiva máscara de Norma Argentina (la actriz de Cama adentro) se imponen por sobre la debilidad del guión, de sentido más descriptivo que narrativo. Aunque la calidad de la realización es notable, resulta algo descarnada la mirada sobre la protagonista (así como es evidente que Viñes quiere e intenta proteger a su Alicia, Lairana trata a su Rosa con bastante desapego).
El mérito de Cinco velitas, co-dirigido por la porteña Paula Romero Levit y la chaqueña Michelina Oviedo, es que cuenta una historia: sencilla, algo pueril tal vez, pero que se sigue con interés gracias a la soltura de Gerónimo Arias y el oficio de Rita Cortese, como el nene que llega a una fiesta de cumpleaños y la abuela de la homenajeada, que sospecha no conocerlo.
Así como Coral y Cinco velitas revelan problemas sociales puntuales, el planteo de Árbol, dirigida por Lucas Schiaroli (1977, mendocino que estudió cine en Córdoba) es más abstracto. La situación de un hombre que duda si deshacerse o no del único árbol que sobrevive en medio de un campo desierto, es expuesta con una luz seca, casi sin diálogos y el acento puesto en el peso del entorno natural, trayendo a la memoria, por momentos (y salvando las distancias), el cine de los hermanos Taviani. El producto es estéticamente pretensioso y argumentalmente elemental.
El final llega con un corto de tono leve y afectuoso, Los teleféricos, del rosarino Federico Actis (1981). La trama, algo discontinua, incluye pinceladas de humor melancólico (con huellas de Wes Anderson), una mirada sensible sobre las relaciones humanas, una voz en off que remarca el evidente propósito de querer contar un cuento y la idea no muy novedosa del escape al mar como deseo último. Lo mejor es su tono lúdico (afín a Shhh, corto anterior de Actis), con la cámara encuadrando compartimentos repetidos, creando analogías entre edificios, hospitales y cementerios, y los personajes armando y desarmando juguetes y maquinarias e invitando a rescatar la ternura por sobre la rigidez de las formas en las que nos sumerge la ciudad.