Cada vez que aparece una nueva edición de Historias breves, (¿inevitablemente?) se la compara con la primera de la serie, que en 1995 dio a conocer a algunos de los nombres que luego integrarían el llamado Nuevo Cine Argentino. La asociación produce un equívoco doble: no sólo porque la situación es otra, sino porque fue justamente ese futuro ya pasado lo que hizo que Historias breves se leyera como promesa realizada. Nada había de particular, sin embargo, en aquellos cortos, que pudiera profetizar una renovación profunda, más allá de su irrupción misma: el quiebre de Historias breves fue en principio la voluntad de que esos cortos existieran, y hacerlos visibles agrupándolos bajo un mismo nombre. Los más redondos mostraban una solvencia técnico-narrativa que se extrañaba en buena parte del “viejo cine argentino”, pero ninguno prefigura carreras (ni siquiera el ya entonces mejor de todos: Rey muerto, de Martel, que abrió una veta popular que luego Lucrecia no continuaría en su filmografía). Hoy la situación es distinta simplemente porque su octava edición (¿ya?) no depara ni siquiera esa sorpresa: la solvencia ya no alcanza, es apenas la esperable base.
Y lo que uno puede leer como unidad en esta nueva edición es justamente una excesiva “corrección”, tanto formal como política, como si la “profesionalización” fuera de la mano de una medianía creativa. Los temas van de la idealización (Vida nueva) a la hipocresía (Cuestión de té), en un arco donde el malestar o la violencia terminan aflorando como resolución más dramática que certera. Las formas apelan a los géneros familiares, en un doble sentido: retratos de familia en diversos estilos, según la adscripción al drama o la comedia de costumbres. Nada que salga de lo previsible.
Una conclusión general podría ser que se dividen entre los que tienen algo para decir y no saben cómo (El olvido), y los que lo saben pero no tienen nada para decir (Liebre 105). Lo bueno es que ninguno suma la opción más negativa (no saber y no tener), lo malo es que sólo alguno que otro atina a unir ambas virtudes (El conductor, El ramal). Y ese es (como siempre) el gran problema del cine (no sólo argentino): creer que el contenido o la forma por sí solos alcanzan, sin encontrar la necesidad entre una cosa y la otra (y en última instancia la necesidad misma de por qué filmar, más allá del qué y el cómo). Veamos los casos más notorios:
El olvido, de Fermín Rivera (por edad parte de la primera generación de Historias breves, y ya realizador de un par de documentales) parece un resabio del cine argentino de los ’80 mixturado con el chiquitismo del nuevo cine argentino. Al inicio, un cartel nos explica en cuatro líneas la última dictadura, sólo para que entendamos de qué va la cosa cuando finalmente suceda el hecho mínimo que desencadena la anagnórisis del protagonista (subrayada musicalmente, para que tampoco queden dudas sobre lo que deberíamos sentir): todo el corto descansa en esa forzada revelación, que termina siendo una excusa para la explícita toma final en el Parque de la memoria (innecesaria contratara de la acumulación de planos anodinos que nos llevaron hasta ahí a la rastra, como si las buenas intenciones alcanzaran).
Tampoco es suficiente la evidente pericia técnico-narrativa de Liebre 105, de Sebastián y Federico Rotstein, que no hace más que copiar ciertos tópicos y formatos del cine de terror contemporáneo. Tal vez por eso todos los apuntes interesantes (el retrato de un personaje loco por las compras en contraste con el espacio vacío de un shopping que se vuelve amenazante) terminan cediendo ante el –literal– golpe por la espalda… En ese sentido, resume perfectamente los (¿autoimpuestos?) límites del importado e impostado género slasher y de su repetida versión farsesca, si bien (como en el caso del corto que dio origen a Mamá gracias al apoyo de Guillermo Del Toro), no sería de extrañar que le consiga a sus hacedores algún contrato en la meca del efectismo.
Algo de ese previsible estallido (casi un defecto del formato “personajes encerrados en situación de tensión”) se ve también en El conductor, de Maximiliano Torres, aunque aquí lo siniestro toma la ligera forma de una familia disfuncional en vacaciones. Como en El olvido, todo se juega también en un crescendo rematado de un solo golpe, y si bien el intento es más sutil no logra evitar cierto trazo grueso (como esa sangre inverosímil que aparece en más de un corto), que ni siquiera un buen casting logra salvar. Lo mismo sucede en El ramal, de Mena Duarte, que busca dar una vuelta de tuerca al subgénero de “celebración arruinada por un secreto sucio”: en este caso no sólo ayudan los actores, sino antes que nada un guión pensado minuciosamente desde la puesta en escena. Algo que no suele ser común, aún en un cine independiente que asume lo autoral como principio básico, incluso allí donde se rinde ante los géneros (como suele suceder últimamente en el cine argentino).