Durante los años sesenta, una joven del sur de Estados Unidos llamada Skeeter (Emma Stone) regresa de la universidad con el sueño de convertirse en escritora. Pero una vez allí revolucionará a sus amigos y a todo el pueblo con su objetivo: entrevistar a las mujeres negras que limpian las casas y cuidan los niños de las familias blancas de la zona.
Si a Historias cruzadas no la delataran signos de contemporaneidad como el protagonismo de la flamante Emma Stone, uno podría fácilmente confundirla con alguna película estrenada hace años. Si bien la convencionalidad a la hora de estructurar un relato a veces favorece la trasmisión de algún mensaje o contenido, la aparente falta de registro del paso de los años y la cantidad de películas sobre los graves conflictos raciales de esos tiempos opera en Historias cruzadas de forma totalmente inversa.
Cada personaje parece estar preso de una única faceta que lo identifica: Skeeter es la joven buena e inteligente; Elizabeth Leefolt, la madre cruel; Hilly Holbrook, la desalmada y rencorosa enemiga. Una vez que la relación entre un adjetivo y un rostro se interna en la memoria, las escenas se vuelven tan previsibles como las mismas reacciones de sus protagonistas. Y aquí es donde cabe la observación sobre el aparente desfase temporal de Historias cruzadas: ¿dónde es que lo cinematográfico puede enriquecer un relato en el presente si no le es posible esquivar los lugares comunes ya agotados hace una década? Y también: ¿es posible generar llantos, risas o siquiera la empatía para comprender una época de estas características a partir de fórmulas copiadas de otras ficciones?
El mensaje originario, relacionado con cuestiones relativamente atemporales como el racismo o las diferencias de clases sociales, encuentra todo tipo de obstáculos a la hora de hacerse comunicar. Es que ni lo apasionante de la historia, ni el carisma de Emma Stone o lo impecable del vestuario y la fotografía alcanzan a compensar las notables falencias del guión. Historias Cruzadas entrega a sus personajes ante el fantasma de los estereotipos, ignora las posibilidades del humor y la originalidad y, lo que es más importante, rehúye del potencial contenido en el paso del tiempo. Es que, al menos la mayoría de las veces, este último permite revivir y resignificar todo aquello que fue creado bajo las marcas de otro espacio y época; porque sólo así se desautomatizan los pensamientos, porque recién ahí llega a sentirse el pasado.