Caballos salvajes
Acorde con este pintoresco film islandés, hasta los caballos del Ártico tienen melenas rojizas y ojos claros. O quizás esa sea la metáfora para este bellísimo y dramático escenario del fin del mundo, donde la simbiosis entre hombres y caballos aún no permite la intrusión de teléfonos celulares. La idea de conexión queda definida desde los créditos iniciales, cuando Kolbeinn se ve reflejado en los ojos de su yegua Grána. Pero Grána, minutos más tarde, luego de un frustrado té en casa de la colorada Solveig, le hará pasar la peor humillación, entregándose pasivamente a un coito con el caballo de su cortejada y con él, aún más pasivo, en su lomo.
Los ojos de los caballos son anticipos de lo que vendrá. Así Jarpur se interna en el congelado mar con su amo Vernhardur que, en realidad, ama más al vodka que a su caballo, y persigue a un buque factoría ruso en una escena de las escenas más salvajes del cine, hecha sólo para ver en pantalla grande. Y así, también, en los ojos del caballo de Grimur se ve un alambre igualito al que habrá de cegar a su amo. Pero en realidad, “amo” es una expresión tan arcaica como esta comunidad rural nórdica, donde el apareo entre hombres y mujeres, entre caballos y yeguas se da a cielo abierto, y donde la copulación rejuvenece, aunque también haya catástrofes y muertes tontas, tragicómicas, casi como una epidemia a la altura de los asesinatos de Henning Mankell. Habría que pensar en una suerte de episodios a la Relatos salvajes, pero con un hilo conductor mucho más firme y con protagonistas tanto más nobles, de expresiones perdidas, ajadas, resignadas, a la espera de albures como la felicidad, iguales a esos que merodean la filmografía de Aki Kaurismaki. Así y todo, las comparaciones más genuinas en este film de Benedikt Erlingsson (un autoproclamado amante de los caballos) sólo remiten al interior de su propio trabajo.