De Islandia con amor (y con alcohol)
Islandia es un país muy singular. En una isla pedregosa, azotada por un clima muy riguroso, los granjeros de una pequeña comunidad nunca se separan de dos objetos: los prismáticos con los cuales observan a todos sus vecinos y la botella de alcohol. Además, como lo sugiere el título poco iluminado pero descriptivo, viven todos íntimamente unidos a sus caballos, una raza peculiar, de abundante crin, poca alzada y amor a la libertad, ya que en su origen fueron salvajes. Otra característica de esos caballos bastante petisos es que trotan y galopan muy poco, lo que hace el orgulloso paseo de uno de sus dueños, en plan de orgulloso cortejo amoroso, un poco contraproducente.
En su debut como director, el también actor Benedikt Erlingsson (premiado en festivales como los de San Sebastián, Amiens, CPH: PIX, Gotemburgo, Tokio y Tromso) muestra una gran cualidad: confía en la elocuencia de sus imágenes. Con escasos diálogos y una estupenda fotografía que sabe mostrar los espacios agrestes donde el rojo contrasta con el gris de la piedra y el blanco de la nieve, el film hilvana diversas anécdotas -tenuemente- independientes de esos campesinos y sus caballos. Al orgullo pisoteado de uno le sigue la aventura etílica de otro, la lucha implacable entre dos vecinos, la formidable epopeya de una joven, mejor jinete y más inteligente que todos los demás. Ya en la segunda viñeta nos percatamos de que tras un barniz de humor satírico subyace un profundo dramatismo, una crítica social acerba, una sensación de que las cosas no siempre van a terminar bien. Más bien al contrario.
Erlingsson trabaja con paralelismos y contrastes. Al choque entre colores se agrega el de las personalidades: el otro personaje que se salva de esa mirada ácida hacia la sociedad es Juan, un turista latinoamericano cuya simpatía y calidez hacen contrapunto a la gélida y soberbia actitud de esos vikingos. A los primerísimos planos del pelo de los caballos, de sus ojos -que observan el mundo de los hombres-, les siguen esas amplias panorámicas a las que me he referido. Paralelos entre hombres y caballos sobran, como el coito que ocurre sorpresivamente entre la yegua y un padrillo oscuro -toda la escena está filmada en montaje paralelo con los relinchos del animal y las risas de dos cortejantes- y el coito humano posterior, entre los respectivos propietarios de esos animales. Y, sin llegar al devenir animal que analiza Deleuze, el episodio de Juan está muy cerca de ello.
En una película donde los caballos cobran protagonismo, hay un gran margen librado al azar, por la imposibilidad de controlar la conducta equina. En ese sentido, es notable el manejo de Erlingsson y su equipo con los animales para aprovechar ese margen aleatorio: las escenas en que el hombre se lanza al mar montado en su caballo, en lugar de tomar un bote, son particularmente remarcables. Una reflexión inteligente y aguda, que escapa de toda psicología o moraleja.