Las montañas, los caballos y la peculiaridad de una región tan asombrosa como desconocida no alcanzan para sostener una película que se ve vistosa pero no deja de ser tan insignificante como la transmisión audiovisual de las carreras de cualquier hipódromo
Islandia es un país desconocido. El signo más cercano que proviene de él es la música inclasificable de Björk, rítmicamente influenciada por la métrica de los géiseres. Un lugar extraño, sin mucha gente, en el que el horizonte infinito define una forma de habitar, como el frío omnipresente, que excede las variables climáticas desapercibidas de la cotidianidad. El frío escribe el ser de las cosas.
Los planos detalles sobre la crin de un caballo abren la ópera prima de Benedikt Erlingsson, actor devenido director. El reflejo en los ojos del animal funcionará como un contraplano de su dueño. Vehemente y prometedora apertura e ilustración del título del film (incluso en el original: “Hrros í oss” significa “el caballo en nosotros”), seguida por un par de planos abiertos que sitúa este relato articulado en breves historias alrededor de un pueblo de campesinos en una zona montañosa con salida al mar. Para el ojo se tratará de un goce permanente, pues los paisajes constituyen una película aparte; por cada panorámica el deseo de viajar será inevitable. Pero el cine no es una colección de postales, y mucho menos aún una incitación al turismo óptico inmóvil.
Se dirá que la película es entrañable, porque tiene algunas secuencias que así lo confirman. Por ejemplo, la historia de supervivencia a la que estará obligado un personaje inusual para los nacidos y criados en este pueblo remoto islandés. Se trata de un latinoamericano, el más simpático de los personajes del film; en cierto momento, su propia piel se confundirá con la piel de un caballo. No está mal la secuencia, y en cuanto al ingenio del director para pensar una escena será aquí donde se pueda constatar su circunscrita destreza.
Se puede percibir en el film una crueldad soterrada expresada y protegida humorísticamente que se descubre por sus consecuencias sombrías: un par de bajas gratuitas entre los hombres y los caballos. La primera historia culmina con un tiro en fuera de campo, y si bien el móvil del protagonista iracundo pasa por conjurar su vergüenza, la gratuidad de ese corolario es digna de sospecha. Hay más pruebas. Los relatos, por cierto, son mínimos: montando a caballo, un hombre se mete en el mar para recoger unas botellas misteriosas de un pesquero ruso; dos vecinos fornican entre una manada; otro dos vecinos pelearán por los límites de sus respectivas tierras. Cine de anécdotas.
El costumbrismo hípico de Erlingsson puede convencer debido a la insolencia visual e imponente de un ecosistema singular que enrarece y distrae de la nimiedad de los cuentos, que tienen más de chisme barrial y breve historia para un corto. Como todo cine costumbrista, el mundo que retrata es inmóvil. Cada uno tiene su lugar, los actos evitan la sorpresa y el cine se circunscribe a reproducir una forma de vida. No hay preguntas, menos todavía una genuina curiosidad sobre cómo filmar la intersección afectiva entre el silencio de los caballos y los hombres que oscilan entre darles con un látigo y brindarles una caricia.