Un noruego y un mexicano entran a un bar
Con la reelección de Nixon y la guerra de Vietnam de fondo, un grupo de adolescentes se dedica a celebrar Halloween como todos los años, ya al borde de volverse demasiado grandes pero aún con el recuerdo vívido de todas esas historias que aterraron sus infancias.
Hay una de esas Historias de Miedo Para Contar en la Oscuridad que particularmente todo el pueblo conoce desde hace generaciones, porque está basada en hechos reales: ocurrieron en una antigua mansión abandonada, la cual supo pertenecer a la acaudalada familia dueña de la fábrica que permitió el sustento del pueblo a su alrededor.
El edificio tiene fama de embrujado desde que la última hija de la familia se suicidó tras años de encierro forzado, debido a una extraña enfermedad. Desde entonces, a lo largo de las décadas, muchos jóvenes la tomaron como lugar de visita y diversión, recordando las historias de terror que ella solía contarle a través de una pared a quien la visitara.
Pero en esta noche en especial, el grupo liderado por Stella (Zoe Colletti) y el recién llegado Ramón (Michael Garza) encuentran una habitación que suele estar escondida en un sótano, un lugar que claramente fue su calabozo y de donde Stella se lleva un antiguo libro de historias manuscritas firmadas por la difunta.
Como suele pasar en el género, robarse algo de una casa embrujada no es una buena idea. Stella lo aprende en cuanto descubre que hay una nueva historia en el libro: parece contar al detalle la desaparición de un adolescente del pueblo, al mismo tiempo que sucede.
Es fácil hacer la conexión entre Historias de Miedo Para Contar en la Oscuridad con éxitos de estos años como IT o Stranger Things, después de todo son historias de época protagonizadas por adolescentes donde los adultos parecen no existir, con el agregado de que el libro maldito que empuja la trama se alimenta de los miedos de sus víctimas para atacarlos. Pero así como es fácil también sería errado, porque aunque aproveche el buen momento del género, no usa la reconstrucción de época como una forma vacía de explotar la nostalgia por puro efectismo.
La historia que cuenta André Øvredal (Trollhunter) no recurre a litros de sangre ni complejos efectos digitales para aludir a los miedos infantiles de sus personajes. Presenta un nivel de violencia explícita casi nulo, pero que simbólicamente está ahí más que presente mientras entrelaza fragmentos de historias pequeñas dentro de una más grande. Finalmente solo sirven de excusa para los distintos sustos.
La estructura general es de lo más clásica y todo sucede más o menos como se espera que resulte. Cumple con cada estereotipo del género sin correr riesgos pero logrando entretener de todas formas, aunque la película se olvide a las horas.