¿Cuál llave abre la puerta del muro?
En la tradición del cine episódico, el género tiene aquí una variante de interés, desde el tren fantasma que suponen las historias que se narran, a la capitulación que las reúne y resignifica. Tres casos irresolubles organizan al relato.
Terror en pequeñas dosis, todo un lugar desde el cual pensar Historias de ultratumba. Formato que el cine de terror disfruta desde una estrecha colaboración entre con el cómic y la televisión. Hay pastillas de terror con sabores varios; entre ellas: Tales from the Crypt (del cómic al cine, cortesía inglesa del director Freddie Francis), el telefilm de culto Trilogy of Terror de Dan Curtis, la siempre hermosa Creepshow del tándem George Romero/Stephen King, las Obras maestras del terror del dueto local e impensado Enrique Carreras/Narciso Ibáñez Menta, cuya impronta marca Poe comparte mismas venas con Tales of Terror, de otro dúo de temer: Roger Corman/Vincent Price. Sin perder de vista el aporte televisivo que sintetizan los nombres venerables de Rod Serling (La dimensión desconocida, Night Gallery) y Chicho Ibáñez Serrador (Historias para no dormir).
Todo esto como ámbito de tradición, de donde viene a abrevar el film inglés de la dupla Jeremy Dyson/Andy Nyman, a partir de la obra teatral de su autoría, y con sello británico presente –-porque más vale recordar, siempre, los grandes ejemplos-- en Al morir la noche, relato coral del año 1945 con la firma de los ilustres realizadores Alberto Cavalcanti, Basil Dearden, Robert Hamer y Charles Crichton. Qué cine. Así que por ahí es donde filtra su cometido este atendible film, consciente del lugar en el que se inscribe, con pulso narrador suficiente como para orientar, desorientar, y reorientar al espectador.
Es por ese laberinto como Historias de ultratumba entreteje sus historias a la manera de cajas chinas, en las que habrá que saber perderse, con el resorte puesto en el legado que un anciano desmitificador de asuntos paranormales pone en las manos de otro, más joven y eje del relato. Se trata de tres casos irresolubles, que evidentemente han martirizado a este viejo de tiempo escaso, cuyos malos modales apuran al sorprendido Profesor Goodman (el propio Andy Nyman), “buen hombre” que dedica también sus días a demostrar lo falso de tanto show fantasmal, qué sabe destinado al juego emocional y el dinero fácil. Hasta acá, la película es una propuesta.
Pero a partir de acá, la película pasa a ser otra: ocurrirá cuando el primero de los casos ya sea investigado, y el resultado termine por arrojar a Goodman a un reencuentro familiar inesperado, de silencio mutuo ante el cuerpo casi inmóvil de ese familiar cuyo parpadeo, tal vez, remita a cierta alegría o sensación ligeramente parecida. Ahora bien, ¿qué es lo que realmente investiga Goodman? Para llegar allí, habrá que pasar primero por los sustos que guarda la noche del sereno, en ese lugar escabroso que supo ser un loquero femenino: marcas de uñas arañan la pintura del generador eléctrico, la luz de los focos oscila como una voz que grita y se quiebra, una aparición amarilla acompaña un desfile de maniquíes o muñecas grandes, manos sucias acarician en busca de la boca tibia.
Son sensaciones que alteran la calma, percuden y sobre todo hieren, porque lo que se narra tiene la densidad puesta en una relación afectiva rota: es lo que trasluce el fantasma de la niña, pero también la historia de vida del propio sereno. En ese lugar de amor filial desabrido es donde habrán de inscribirse los otros casos o expedientes, como quiera llamárselos, con Goodman en el papel del investigador preocupado por desocultar falsedades, ilusiones psíquicas y fantasmas alcohólicos. Desde esa tesitura escuchará la historia del niño que vive oculto en su casa, cuyos padres no ofrecen rostro, entre sonidos de pasos de un presumible hermano. Con los rasgos acerados del actor Alex Lawther (que parece un Cillian Murphy adolescente, de susto metido en la mirada), el chico muestra al visitante su habitación en forma de guarida, con calor anormal, plena de imágenes maléficas que guardan un secreto, contenido en el accidente automovilístico que le reventara en pleno parabrisas durante una noche profunda. La noche, el auto roto, la presencia hedionda, y los padres que increpan desde el teléfono, celan y gritan, subsumidos en una acostumbrada rutina de carcomerse mutuamente.
Este sendero de cariño parental caído reaparecerá en el tercer caso, con Goodman en compañía de alguien que todo lo tiene, adinerado (y con un par de zapatos con el que podrían comer tres familias), pero sin embargo de lágrimas secas, sin haber podido cumplir el sueño (programado, digitado, desafectado) de tener un hijo. O tal vez sí. Es cuestión, en todo caso, de ver o mejor aún, de creer y descreer en lo visto, ya que es ése, y no otro, el lugar desde el cual Historias de ultratumba se plantea formalmente. Y lo hace con una lucidez que redimensiona lo que se narra ya que, en primer y última instancia, lo que se cuenta tiene asidero en un lugar hondo, que toca el fondo de quien es el verdadero eje del relato y protagonista, y éste no es otro más que el bueno de Goodman.
Para llegar allí, habrá entonces que atravesar este tren fantasma. Y lo cierto es que la manera de sobrellevar el periplo resulta virtuosa, con alguna sorpresa y sustos inevitables, pero sobre todo con la atención puesta en el logro de un clima que hará virar a la película hacia dentro, para que se mire a sí misma y quite de encima cuantas capas sean necesarias. Lo hace desde alusiones, que hacen dialogar al film con el mural expresionista de Fritz Lang en Las tres luces (¿cómo traspasarlo?, ¿quién tiene la llave?) y los cortes de tijera que el sueño de Salvador Dalí pergeñara en Cuéntame tu vida, de Alfred Hitchcock. Llegados a ese punto, cuando la denominada realidad se desvanece y deja surgir lo que esconde, desaparecerá el terror para que surja el horror. Las imágenes serán imposibles. Será por eso que Historias de ultratumba elige una explicación simuladamente convencional, en forma de vuelta de tuerca, con la cual no sólo da cierre preciso a lo que cuenta sino que, fundamentalmente, permite una variable expresionista, de raigambre dual, que es a su vez alma torturada de uno de los ejemplos superlativos de la historia del cine. No vale decir de cuál película se trata, sino mejor descubrirla en el espíritu corrosivo, ensimismado, de estas Historias de ultratumba.