La jungla de asfalto
Un tragicómico acercamiento a las desventuras de tres hombres de diferentes generaciones que viven en Bagnoli, uno de los barrios más emblemáticos y decadentes de la ciudad de Nápoles. El guionista y director de películas como Vito e gli altri, La guerra di Mario y L'amore buio retrata con humor y visceralidad la idiosincracia, las tradiciones y las contradicciones de una sociedad dominada por la violencia, la falta de oportunidades y, claro, la adoración por la figura de Diego Armando Maradona.
Nápoles ha sido en los últimos años una atracción irresistible para decenas de directores: Paolo Sorrentino, Matteo Garrone, Vincenzo Marra, Gabriele Salvatores y hasta para extranjeros como Abel Ferrara o John Turturro. La geografía, la tradición, la idiosincracia, las diferencias sociales, la lengua y, claro, la camorra la convierten en una ciudad absolutamente particular e inolvidable.
En Historias napolitanas -film que tuvo su estreno mundial en la Semana de la Crítica de la última Mostra de Venecia-, Antonio Capuano se concentra en un barrio de la ciudad (Bagnoli) para narrar a puro vértigo (mucha cámara en mano, buena utilización de los exteriores, una estética documentalista) las historias de vida de tres hombres de tres generaciones.
La película arranca con el episdio dedicado al cincuentón Giggino (Luigi Attrice), un aspirante a poeta (recita en restaurantes por unas monedas) que ha abandonado a su mujer (o ella lo ha echado a él), tiene también una pésima relación con su hijo, se ha ido a vivir a la casa de su padre y subsiste robando pertenencias que los dueños olvidan dentro de sus autos.
La segunda historia está dedicada a Antonio (Antonio Casagrande), el papá de Giggino, un octogenario con pasado como obrero de una acería ya abandonada que es un experto en la historia de su ídolo Diego Armando Maradona (de quien posee varias reliquias de su paso por el Napoli) y que mantiene una tragicómica relación con una empleada doméstica ucraniana (Olena Kravtsova). El tercer protagonista es un joven de 18 años llamado Marco (Marco Grieco), que tiene un patético trabajo (se encarga del delivery de un almacén) y está en pleno despertar sexual.
A diferencia de Gomorra, la presencia de la mafia permanece aquí en un segundo plano (aunque la violencia está siempre latente) porque el director de Vito e gli altri, La guerra di Mario y L'amore buio prefiere focalizarse en conflictos más pequeños, en personajes menos altisonantes, en transmitir una sensación más casual, cercana y empática.
La película se sigue con agrado y las mínimas concesiones (cierto patetismo y algún exceso pintoresquista en la utilización de imágenes de procesiones callejeras con música de fondo, por ejemplo) no alcanzan a desvirturar el eje ni el sentido de una película que va de lo íntimo a lo social para construir un visceral y desgarrador retrato sobre una comunidad que resiste como puede a tantos años de decadencia edilicia, degradación laboral y desidia oficial.