Comedia a la italiana en la jungla de cemento.
Un poco a la manera de aquellos proyectos ómnibus de los años 60, de los cuales los italianos fueron pioneros, pero siguiendo también el linaje de los films con relatos entrelazados tan de nuestra época, Historias napolitanas se divide en tres capítulos bien diferenciados, encabezados por referentes de tres generaciones de habitantes de Nápoles. Y si bien esos cruces le sirven de marco narrativo al realizador Antonio Capuano, lo cierto es que bien podrían no estar relacionados en absoluto. Al fin y al cabo, de lo que se trata aquí es de retratar el Napoles profundo, ese barrio de Bagnoli que el título original define sin remilgos como una jungla. Selva que, más allá del mar cercano, es de asfalto, de calles y edificios, observada desde la distancia por una enorme estructura fabril ahora abandonada, símbolo de otros tiempos que prometían progreso y bienestar, y que el realizador utiliza como fondo de apertura y cierre de su octavo largometraje.
Giggino es un linyera a la vieja usanza: caído en desgracia, eligió conscientemente no escalar las alturas perdidas. Con un emisor de señales abre las puertas electrónicas de los autos, robando algunas pequeñas pertenencias. Como si se tratara de un día cualquiera en la vida de Giggino, Historias napolitanas lo encuentra en esos menesteres, recitando una poesía en un restaurante para ganarse un par de euros, pescando un pulpo a mano alzada, consumiendo alguna que otra sustancia de las ilegales, gastando su escaso dinero en comida y sexo. La suya es la mejor, la más atractiva y sensible de las tres historias, precisamente porque en su estructura relativamente libre logra describir ciertos centros desde los márgenes, a partir de una criatura que es libre y, a la vez, esclava de esa libertad. El encuentro con su hijo, primero, y con su padre, más tarde, no hacen más que contrastar un estilo de vida ansiado (o el cual apenas se ha logrado tocar con la punta de los dedos) con otro que no parece querer rendirle cuentas a nadie.
La de Antonio, el padre de Giggino, es otra historia. Jubilado y viudo, su evidente interés por la empleada doméstica de origen ucraniano (ingeniera en su país de origen) que le limpia, plancha y cocina sólo es superado por su conocimiento de todo aquello maradoniano. En la repisa vidriada en la que otros expondrían las reliquias familiares, el hombre guarda con orgullo la remera celeste y blanca de El 10. Contenida por un tono más cercano a la commedia all’italiana tradicional, este segundo segmento encuentra a Capuano practicando el juego del humor melancólico, con un exponente de esa Napoli (la ciudad, pero también el equipo) que pudo haber sido y nunca terminó de ser, la leyenda y la fantasía como contrapunto de la ceguera ante ciertas realidades. No es casual que un mafioso le pague al anciano cien euros por una historia no demasiado creíble, aunque bien contada.
El joven Marco, de apenas 18 años, reúne en su personaje la posibilidad de una mirada algo esperanzada, aunque en su trabajo como cadete ese futuro no se adivine realmente alentador. Luego de correr durante varias cuadras a un inmigrante africano, ladrón por necesidad, Marco le dirá a su jefe “Busca a un negro y hazlo trabajar. Así él también come”. En ese momento, Historias napolitanas reafirma su costado más retórico, la evidente intención de describir un estado de situación a partir de una recreación ficcional agridulce, con un énfasis que por momentos hace demasiado barullo, opacando las sutilezas. Lo mejor de la película está en algunos de los árboles, no en el bosque.