Un pueblo de tiempos muertos
La ópera prima de la directora carioca habla, como sin decirlo, de relaciones entre lo viejo y lo nuevo, entre vida y fotografía. Entre lo que se entiende por atraso y lo que se llama progreso y entre el poder de la religión y sus grietas.
Todas las mañanas la misma escena. Tonio, el almacenero, le pide a Madalena, la panadera, que deje el pan en la canasta. Madalena no le hace caso y sin decir nada lo pone en la alacena. Tonio protesta: “Vieja testaruda”. Veinticuatro horas más tarde, lo mismo. Dejado de lado para siempre por el entorno, el tiempo y la economía, parecería que a la vida cotidiana del pueblito no le queda otra cosa que la repetición. La repetición y la muerte: sólo quedan viejos, los jóvenes se habrán ido todos. Un día una joven llega, de paso por la zona. No es que su llegada vaya a torcerle el destino al pueblo, pero tal vez produzca algunos cambios, pequeños en apariencia aunque quizá significativos. De repeticiones y tiempos cristalizados, de muerte y mutaciones pequeñísimas, casi imperceptibles, trata la coproducción brasileño-argentina Historias que sólo existen al ser recordadas. La ópera prima de Julia Murat (Río de Janeiro, 1979) habla también, siempre como sin decirlo, de relaciones entre lo viejo y lo nuevo, entre vida y fotografía. Entre lo que se entiende por atraso y lo que se llama progreso y, también, entre el poder de la religión y su agrietamiento.
Ubicado en medio de una naturaleza tan exuberante como suele ser la brasileña, el pueblo, que la ficción mantiene anónimo, cuenta, por lo visto, con diez últimos pobladores, todos ellos de 70 para arriba. Los diez que van a la iglesia, único centro social del lugar, y que frente al sermón del cura se ubican siempre cinco de un lado, cinco del otro. No hay escuela en el pueblo (para qué, si no hay niños ni va a haber), no hay médico ni hospital, no hay bar y lo más parecido a un club es el andén abandonado, donde los varones se juntan a jugar algo semejante a las bochas. El andén está abandonado porque las vías lo están, signo por excelencia de que la aldea quedó a un costado de todo. Lo que hay es iglesia y cementerio. La iglesia está abierta y funciona a pleno. El cementerio, no. Dueño de la única llave, por algún motivo el cura quiere mantenerlo cerrado. Para los pobladores –tan sometidos a la mística y la magia como las tradiciones brasileñas en la materia lo indican– el que cerró el cementerio fue Dios, que “le dio la orden al cura”.
La llegada de Rita, chica de ciudad y fotógrafa en blanco y negro, dueña de cámaras viejas, analógicas y caseras, producirá sobre Madalena, y sobre el pueblo en general, algunos cambios muy poco estentóreos, pero tal vez relevantes. Cambios e intercambios: ella fotografía a una Madalena que en sus últimos días parece renacer, mientras la anfitriona le enseña a hacer pan casero. Pausada, callada y carente de todo apuro, Historias que sólo existen... se impregna del clima del lugar. Clima húmedo y brumoso (la vegetación, la montaña), clima quieto, en el que no hace falta nombrar a la muerte para que se haga presente. Presente en el pasado (las cartas que Madalena escribe a su marido, como si todavía estuviera ahí), en el futuro (el pueblo está condenado), por lo tanto en un hoy que siempre parece pasado. Incluso cuando los pobladores se ponen a bailar un viejo tema folklórico, el tema es pura melancolía, los bailarines semejan fantasmas, el baile da la impresión de ser el último.
Con una notable fotografía del argentino Lucio Bonelli (“comenzamos estudiando a Rembrandt y terminamos con Caravaggio”, dice, refiriendo a la transición entre brumas y noches cerradas, con luces temblorosas en medio del negro absoluto), podría objetársele al film de Murat algún exceso, que en medio de una propuesta tan minimalista como ésta hace algo más de ruido que lo normal. Exceso de hijos muertos (¿no bastaba con que hubieran partido?), de frases sentenciosas (aunque debe reconocerse, la gente de campo suele serlo), de alguna obviedad en el papel del cura como representante del reaccionarismo más cerril (“Los vicios de las mujeres son llorar, parir, coser y rezar”, afirma sin perder seriedad). Aun así, este film que pasó por los festivales de Venecia, Toronto, San Sebastián y Rotterdam, ganando premios en algunos de ellos, es climático, coherente y estimable, agregando un nuevo nombre –el de Julia Murat– a un panorama como el latinoamericano, al que los nombres a seguir no suelen sobrarle.