Poética reflexión acerca de la memoria
¿Cuál es el secreto de esta pequeña película? Es lánguida, la mayoría de sus acciones se reitera con variaciones mínimas, en forma despaciosa, monocorde, y le parecen sobrar unos cuantos minutos. Pero sus personajes, sin hacer ni ser nada fuera de lo común, nos resultan simpáticos. Los días que transcurren, dulcemente apacibles. Y el lugar en que nada acontece, un vergel de cuento. O de otros tiempos.
La acción, si así puede llamarse, transcurre en un pueblito perdido del enorme Brasil. Alguna vez integró el imperio de los cafetales, alguna vez pasaba el tren. Hace mucho. Ahora los durmientes se van hundiendo bajo el pasto, la naturaleza envuelve todo entre verdes, ocres y amarillos, sólo se oyen los pájaros y las conversaciones calmas (a lo sumo una simple y breve discusión ritual) de los pocos viejos que allí viven, y que viven de recuerdos y rutinas cotidianas.
Salvando las alturas geográficas y las variedades botánicas, ese rinconcito escondido en una hondonada es como ese otro que «se esconde trepando los cerros» de la zamba de María Adela Christensen y Pérez Pruneda «Mi pueblo chico», que agradecía «Qué suerte que es chico mi pueblo,/ la gente ni sabe que existe». Y mezquinaba «Que nunca encuentren tus senderos/ los pasos de gentes de afuera./ Es nuestro el olor del poleo,/ el tomillo, el azahar y la menta».
Hasta que un día aparece una mochilera. Trae su mocedad, su curiosidad, IPod, cámara digital, y también el gusto de experimentar con «pinholes», especies de protocámaras caseras que requieren un largo tiempo de exposición. Aparatos ideales, en este caso, para registrar a esos viejos que parecen demorar el paso del tiempo.Y ahí surge la intriga. Porque además de la zamba, esta película recuerda lejanamente un texto de Bioy Casares: «El perjurio de la nieve».
Cierto, acá no hay nieve, ni viajero bruscamente enamorado de una joven encerrada por su padre, etc., y lo más seguro es que la directora ni lo conoce, pero ambas obras trabajan sobre mecanismos de parecida imaginación y reflexión acerca de la memoria, y ésta lo hace con un agradable tono poético, desde el título mismo en adelante.
No corresponde agregar nada más. El resto, que lo vaya descubriendo plácidamente el espectador. Corresponde, eso si, elogiar a la directora Lucia Murat, sensible hija de una activa documentalista, y a los varios argentinos que la ayudaron: Lucio Bonelli, director de fotografía que hizo exquisiteces con la mínima luz artificial posible, Jorge Chechile, asistente de cámara, Facundo Girón, sonido directo, Paula Grandío, postproducción de imagen en Mandrágora, el laboratorio R+T/ Stagnaro, los equipos de Betaplus, las coproductoras Julia Solomonoff y Felicitas Raffo sobrevolando todo como ángeles, y el actor Ricardo Merkin para decir unas misas, porque hace de cura.